25 de octubre de 2019

Ellos.

Coges la maleta y abandonas la casa. Has tomado la decisión después de la llamada de Andrea diciéndote que tiene cena de empresa. Has metido tu ropa en la maleta y has salido a la calle. Te sientas en una cafetería, pides una tónica e intentas poner en orden tus ideas.

Piensas que tu matrimonio se ha convertido en una farsa. Cuando os conocisteis, te gustaba mucho, con su porte desenvuelto, su pelo oscuro rizado, su forma elegante de vestir. Os casasteis muy jóvenes. Cuando supiste que Andrea no podía tener hijos no le diste demasiada importancia, pero ahora se te van los ojos cuando ves un bebé. Te gustaría tener hijos. Poco a poco, el trabajo se ha convertido en tu única razón de vivir. Tienes éxito en tu profesión, pero necesitas libertad para salir al extranjero y continuar ascendiendo. Sin embargo, Andrea no quiere renunciar a su modesto empleo. Has tenido alguna aventura ocasional e imaginas que Andrea, con ese carácter tan extrovertido, también. No le quieres dar mayor importancia. Os habéis convertido en una pareja que comparte silencios y soledades. Los dos necesitáis un cambio. Por eso te sientas en esa cafetería, con la maleta junto a ti, pensando que hacer. Puedes ir a casa de tu madre. Es muy mayor y la reciente muerte de tu padre le ha afectado mucho. Esto sería un duro golpe para ella. Quizás no pueda soportarlo.

Miras el reloj. Son las nueve, han pasado casi dos horas. Tu impulso inicial de romper con todo se diluye. El cansancio provocado por la tensión y una larga jornada de trabajo se apodera de ti. Coges la maleta, cruzas la calle y vuelves a casa. Andrea no se enterará de tu arrebato.

Al poco llega Andrea, te besa distraídamente y te habla con ese acento italiano que no ha perdido a pesar de los años:

- ‘Ciao bella’. He venido en cuanto he podido. Me pareció que no te hacía gracia lo de la cena. Tienes razón, son unos pesados y para lo que me pagan no sé porque tengo que echar tantas horas.

Zaragoza, 25 de octubre de 2019.

23 de octubre de 2019

Democracia+

Democracia mejorada.

Soy de los que opinan que la Democracia es un sistema político imperfecto, fácilmente manipulable por demagogos que lo utilizan en su propio beneficio. Pero también creo que el resto de sistemas políticos conocidos son aún más imperfectos y más fácilmente doblegables por el interés particular de unos pocos frente al interés general.

Pienso, también, que una de las fortalezas de la Democracia es su flexibilidad, su capacidad de adaptarse a los cambios sociales y a las necesidades de cada época. Y, es por ello, por lo que escribo estas líneas, para exponer algunas ideas personales sobre como se podrían corregir algunas de las, a mi juicio, imperfecciones de los regímenes democráticos actuales.

¿Un hombre / Una mujer, un voto?
Siempre me ha producido cierta desazón intelectual este principio. ¿Tiene el mismo valor a la hora de elegir a los gobernantes –y por lo tanto el gobierno del interés común– la opinión de un joven inexperto de 18 años que la de una persona madura, formada, y que ha demostrado ser un buen ciudadano a lo largo de su vida? ¿Es igual el voto de un delincuente o un ser antisocial que el de una persona respetuosa con los demás y cumplidora de las leyes? ¿No hay distinción entre quién no se esfuerza, no estudia, no acepta responsabilidades personales ni familiares, huye del trabajo y vive de subvenciones, y quién acepta compromisos, se forma, progresa en su profesión, dedica tiempo y esfuerzo a ayudar a los demás implicándose en tareas sociales, o asume responsabilidades de gestión pública, o arriesga su vida en defensa del interés común en los ejércitos o en los cuerpos de seguridad y emergencias?

Por otro lado, hay que señalar a los dogmáticos que se escandalicen al leer esto, que, de hecho, el principio de un hombre un voto no se sigue en España (ni en muchos –si no en todos– los países democráticos), ya que la ley D´Hondt otorga un valor o peso diferente al voto en circunscripciones distintas. No vale lo mismo el voto de un madrileño, o un habitante de Washington en el caso de Estados Unidos, que el de un leridano, o el de un habitante de California.

Creo que el estado actual del desarrollo tecnológico permitiría, manteniendo el viejo axioma de un ciudadano, un voto, hacer más equitativo el peso del voto de cada ciudadano en función –precisamente– de su grado demostrado de civismo.

Partiendo de la base de que cualquier ciudadano, simplemente por el hecho de ser mayor de edad, tiene un voto que puede utilizar libremente, el ciudadano tendría la posibilidad de que su voto ganara peso conforme a un baremo de ciudadanía. En primer lugar, habría que determinar cual es el máximo peso posible. No parece descabellado pensar que una persona madura, con educación superior, que ha desempeñado un trabajo o profesión en el que ha ido asumiendo mayores responsabilidades, que a su vez ha criado y educado unos hijos, que ha realizado trabajos en beneficio de la sociedad, ha asumido responsabilidades de gestión social, que ha arriesgado su seguridad en profesiones de riesgo, tuviera un voto con un valor doble (por ejemplo) al de otra persona que simplemente acredite ser mayor de edad. Habría que analizar en profundidad cual es el valor máximo a otorgar, seguramente recurriendo al análisis matemático/estadístico de los efectos de tal innovación.

Cada ciudadano, a lo largo de su vida, estaría sujeto a un baremo de ciudadanía. Ese baremo se incrementaría de acuerdo con el propio desarrollo personal. Los títulos educativos, los años trabajados, el desempeño de tareas de interés para la sociedad (voluntariado, gestión pública, ciertas profesiones de riesgo…), la asunción de responsabilidades familiares, mecenazgo, etc. supondrían adiciones a ese baremo. Por otro lado, las acciones antisociales como los delitos sentenciados por la autoridad judicial, infracciones administrativas de especial gravedad o la evasión de impuestos supondrían sustracciones a ese baremo personal. Una persona comenzaría con un valor de 1 e idealmente iría obteniendo valores superiores a la vez que se desarrolla como persona y ciudadano: 1,1; 1,2…1,5… Cabría la posibilidad de que en algunos casos el baremo obtenido fuera inferior a 1, pero en estos casos el valor mínimo efectivo siempre sería 1.

La tecnología permite la instauración de un registro con esas características. Obviamente la gestión de dicho registro, la preservación de su integridad y confidencialidad es un asunto de vital importancia, pero en cualquier caso factible.

Se puede argüir que ese sistema podría entrar en colisión con algunos derechos individuales básicos, como la confidencialidad de los datos personales, y contra el carácter secreto del voto. Creo que, de nuevo, el desarrollo tecnológico permitirá minimizar o incluso obviar esos problemas. No obstante, inicialmente el sistema podría tener carácter voluntario. Cada cual debería ser libre de acogerse o no a él, después de sopesar las ventajas e inconvenientes que para él o ella ofrece el nuevo sistema. Quién no se acoja, mantendría su derecho tal como hasta el momento: un hombre/una mujer, un voto. También a quien se acoge y tiene un baremo por debajo de 1, se le reconocería ese derecho. Quien acepte, deberá asumir que sus datos personales –que ya actualmente están en manos de administraciones e instituciones públicas y privadas– van a estar reunidos en un nuevo registro cívico con objeto de aplicar el correspondiente baremo. Un adecuado tratamiento automatizado y confidencial de los datos obviaría gran parte de las reservas.

En definitiva, esta propuesta consiste en cambiar el 
actual sesgo territorial del voto por otro con el que se potencie la “excelencia ciudadana”. 

Responsabilidad personal versus responsabilidad pública. 

En nuestros días, los políticos gozan de una prerrogativa que no tienen el resto de ciudadanos. Las consecuencias perjudiciales para el bien común de decisiones que se toman en el ejercicio de un cargo electo quedan exoneradas aplicando el principio de responsabilidad política. Los errores cometidos por los políticos, y que en ocasiones son altamente lesivos para el interés general, son condonados con su dimisión o su renuncia a la actividad política. Mientras que el resto de ciudadanos son susceptibles de responder ante la administración de justicia o la administración civil de todas sus acciones tanto en su vida personal como profesional. Ello supone, en la práctica, un estímulo a la irresponsabilidad, una red de seguridad en la toma espuria de decisiones que favorecen el interés de grupos particulares frente al interés general. Particularmente en el ámbito económico, estamos acostumbrados a ver como algunos políticos asumen –involuntariamente o a sabiendas– compromisos económicos, en ocasiones fuera de los más elementales criterios de racionalidad, cuyas consecuencias adversas afloran tiempo después, muchas veces cuando ya han abandonado el cargo. Consecuencias negativas para la sociedad en su conjunto, pero no para ellos, cuyos errores son penados, como mucho, con su alejamiento de la vida pública.

Mi propuesta es asimilar al político con el resto de profesionales. Por supuesto que el político está sujeto al principio de responsabilidad política, pero además debería estar sujeto a un principio de responsabilidad personal por sus acciones profesionales (como político), al igual que lo puede estar un médico, un militar, un piloto, un arquitecto… quienes pueden ser llamados a responder no sólo profesionalmente sino personalmente –con su libertad y/o patrimonio– de sus errores graves. No es venganza lo que se busca con ello, si no la disuasión en ese tipo de comportamientos contrarios al interés general.

Gobierno de la mayoría con respeto a las minorías.
El concepto originario de Democracia es el de gobierno del pueblo (de los ciudadanos) en que las decisiones se toman por mayoría. En una democracia representativa los ciudadanos delegan las funciones de gobierno en unos representantes que son elegidos por ellos mismos. Sin embargo, en muchas ocasiones, observamos que el sistema ha evolucionado de manera que representantes de grupos minoritarios son los que a la postre –mediante coaliciones y estrategias de “lobby”– resuelven que leyes se aprueban, imponiendo sus criterios a unas mayorías silenciosas. La necesaria protección de grupos minoritarios ha derivado en sobrerrepresentación de los mismos, patrocinio de sus postulados y discriminaciones positivas que llegan a invertir los términos de la ecuación, provocando, en ocasiones, una tiranía en que el sentir mayoritario de una sociedad se ve sometido al poder de unas minorías que saben utilizar los resortes que el sistema político dedica a su protección.

Hay muchas formas de corregir esos efectos indeseables, aunque su correcta utilización es tarea delicada, pues a su vez pueden provocar otros efectos igualmente indeseables. Son los expertos los llamados a diseñar su aplicación. Algunas podrían ser: umbral electoral o número mínimo de votos para ser tenido en cuenta, preponderancia de las listas más votadas, sesgo mayoritario en la atribución de escaños, revocación de mandato para que los ciudadanos puedan deponer al representante electo que se desvía del mandato que le han otorgado sus electores…

Contrato “político”.
Otra medida que, a la vista de los incumplimientos flagrantes de promesas que hemos tenido ocasión de ver (y padecer) en los últimos años, parece necesaria, es la instauración de un “contrato político” entre el elegido y los electores, por el cual se exigiría al cargo electo que cumpla los compromisos asumidos en su campaña electoral, y en base a los cuales es elegido. Si los rompe, por acción u omisión, tomando decisiones que van en contra de sus promesas, se consideraría que el contrato ha sido roto y el incumplidor cesado de su cargo fulminantemente.

Esto exigiría responsabilidad tanto al político a la hora de prometer como a sus votantes a la hora de entregar su mandato. El político debería exponer claramente los planes y plazos de ejecución con las que concurre a la elección en temas clave. Ejemplos claros de incumplimiento de un contrato político son: subir impuestos cuando se ha prometido bajarlos, pactar con otra fuerza política cuando se ha dicho que no se haría, no modificar una ley que se ha prometido cambiar o viceversa.

Zaragoza, 23 de octubre de 2019.


Francisco Javier Aguirre Azaña.