18 de octubre de 2018

Un sueño es como una vida imposible.

Renata comenzaba a percibir la luz matinal, aún tenue, que se colaba en el dormitorio por las rendijas de la persiana que se había olvidado cerrar la noche anterior.

Aunque aún dormida, empezaba a tomar consciencia de que estaba en mitad de un sueño, pero a diferencia de lo que ocurría con los sueños, esta vez era capaz de recordar todo lo que había sucedido y reconocer a las dos amigas que le estaban acompañando a lo largo de la intrincada sucesión de hechos, algunos inverosímiles, pero totalmente reales, que estaban ocurriendo en su cabeza. Que placer sentía por volver a estar junto a su querida amiga Lucía, a la que no veía desde hace años y la otra… No recordaba su nombre, pero si hacía un esfuerzo le saldría. En cualquier caso, sentía que era una amiga, como Lucía, de toda la vida.

Empezaba a ser consciente de que se iba a despertar y entonces se perdería el desenlace de la trama, y dejaría de ver a sus amigas y acabaría esa sensación de placidez que le invadía. Así es que obligó a su mente a permanecer dormida, a esperar el desenredo del sueño.

Pero no lo consiguió, la ilusión se paró y un momento después el sueño se difuminó. Quiso conservarlo en su memoria, pero era como agarrar una nube con la mano. El sueño, tan real, tan auténtico, había desaparecido. Al menos, le había dejado una sensación agradable y comenzaba el día con optimismo.

Todavía en la cama volvió a pensar que necesitaba un cambio en su vida: acabar con la soledad que le dejó la muerte de su marido, ir a ver a su hija, salir con las amigas a bailar o ir a Madrid a ver algún espectáculo o alguna exposición.

Pero no se encontraba con ánimo de comenzar a flirtear con nadie, “a estas alturas” pensó. Y su hija, allá en Hamburgo, con un buen trabajo, y ahora con un novio suizo. Tan lejos. “Y yo no tengo idea de alemán o inglés... Maldito Erasmus”, cavilaba Renata. Y salir con las amigas está bien, pero ponerse de acuerdo para hacer algo diferente es tan difícil, “que pereza” se dijo.

Soñar es fácil, pero vivir los sueños ¡es tan difícil!

Zaragoza, 18 de octubre de 2018.

9 de octubre de 2018

Primer contacto con la literatura.

Mi primer contacto con la literatura.

¿Cuál fue tu primer contacto con la lectura?, la pregunta me hizo evocar aquel tiempo adolescente en que leía cualquier cosa que cayera en mis manos. Me gustaba leer y ocupaba en ello gran parte del tiempo libre, que debía ser mucho pues recuerdo aquella sensación acusada de esperar a que ocurriera algo distinto, o de que llegase la Navidad con su parafernalia de belenes, villancicos y adornos, o el verano para no tener que ir al colegio, o el sábado para ver la película del oeste en la televisión. Sensación de espera, de anhelo indefinido y persistente, y también muchas veces, de aburrimiento.

Pero ahí estaban los libros para llenar el tiempo. Los libros de casa, del portentoso Círculo de Lectores, o tomados en préstamo del colegio, o de la biblioteca pública. Libros leídos sin ton ni son, sin criterio ni guía: desde el apache Winnetou de Karl May, a las novelas de Blasco Ibáñez o Baroja, o las leyendas de Bécquer; desde los libros de Martín Vigil a los de Curzio Malaparte, o Dostoievski.

Aunque…, una vez abierta la caja de recuerdos, tirando del hilo de la memoria, me tendría que remontar a unos años antes. Porque, realmente, mis primeras lecturas voluntarias, no impuestas como deberes, fueron los “cuentos”. Lo que años más tarde pasó a denominarse “comics”: el Capitán Trueno, Roberto Alcázar y Pedrín, el sargento Gorila, TBO y sobre todos: Mortadelo y Filemón.

Entre los momentos más felices de los calurosos veranos infantiles se encuentran aquellos en los que con un montón de cuentos bajo el brazo iba a casa de algún amigo, o ellos venían a la mía, y nos decíamos “te cambio cuentos”. Cada uno revisaba el montón del otro, separando los que no había leído. Después llegaba el momento del trueque, un cuento nuevo, comprado el domingo anterior, en color, no valía lo mismo que uno sobado, viejo o en blanco y negro. Había que negociar e intentar que el montón creciese, nuevas oportunidades para intercambios posteriores. Algunos días, si había suerte, cambiabas diez o más, lo que suponía una gran satisfacción. Otros días, sólo dos o tres, una decepción.

Después, venía lo mejor. A la hora de la siesta, cuando todo el mundo en casa dormía, leía las nuevas adquisiciones, tumbado en el suelo de la sala de estar, sin camiseta y descalzo, sintiendo el frescor de las baldosas en una humilde casa, tórrida en mitad del verano abrasador. ¿Qué leer primero: uno de guerra, o de policías, o el tebeo? Por supuesto, los mejores –Mortadelo y Filemón– para el final.

Zaragoza 9 de octubre de 2018.