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17 de enero de 2022

El Ebro pasa.


El Ebro pasa orgulloso; a veces soberbio, sabiéndose dueño soberano de sus aguas caudalosas, recogidas por afluentes que rinden pleitesía a su señor, quien no reconoce obstáculo a su voluntad; otras veces: enjuto, sosegado, paciente, sabiendo que tras la sequía -tarde o temprano- llegará -otra vez- la abundancia.

Nosotros lo vemos pasar y pensamos que es nuestro, que lo podemos humanizar como si fuera un dios más, y domeñar como si no fuera la propia Naturaleza, altiva y despectiva. Levantamos diques, azudes y muros. Él deja hacer, sabe que el tiempo -ese tiempo que se mide en milenios- es suyo, mientras que nuestros calendarios sólo cuentan los años.

Él dialoga con los cielos, las rocas y los bosques; y discurre indiferente a nuestros afanes. La ambición miope, la ignorancia deliberada, la estupidez autocomplaciente -pretensiones humanas de corto recorrido- no son de su incumbencia. Tampoco le interesan la bondad, la abnegación o la sabiduría, que -aunque bienes más escasos- también adornan a ese género humano apegado a lo inmediato, a lo material y perceptible. Río y humanidad son entes que comparten un espacio común, pero que hablan lenguajes diferentes.

El Ebro pasa arrogante y disciplente, atravesando paisajes efímeros y vidas fugaces.

21 de julio de 2021

Cherleston en Nápoles.

Nueva entrega de las Historias de Chele, esta vez desde la bella Nápoles, una ciudad que a pesar de los embates de la globalización y la ideología "unicista" se mantiene fiel a sí misma; donde se combina lo mejor y lo peor de la naturaleza humana.





11 de abril de 2021

Historias de familia.

En 1917, la zaragozana familia Gracia atravesaba por uno de sus mejores momentos. Su fundición batía récords de producción de año en año, gracias a los pedidos que las potencias europeas demandaban a la neutral España para alimentar la Gran Guerra.

Pero la satisfacción de Buenaventura, patriarca de los Gracia, se veía ensombrecida por la falta de un hijo que tomase el relevo. Tenía dos hijas: Isidora, una joven de veinte años, guapa y cariñosa, pero con fuerte carácter e ideas propias a pesar de su esmerada educación en un colegio religioso –de donde habría sacado esas ideas sobre la emancipación de la mujer, se preguntaba Buenaventura–; todo lo contrario de su hermana menor, que era sumisa y religiosa, como su madre Benilde. No era agraciada, pero el patrimonio familiar podía compensar eso.

Buenaventura se había asociado con míster Klein, un ingeniero alemán que había llegado en mayo del año anterior con el grupo de los 347 alemanes que escogieron Zaragoza como punto de destino, después de haber tenido que abandonar Camerún ante la exitosa ofensiva franco-británica en África. Varios miles de colonos alemanes buscaron refugio en la Guinea española y fueron acogidos como refugiados por el Gobierno español, distribuyéndose por varias ciudades. Los recelosos alemanes fueron calurosamente recibidos por los españoles, y muchos de ellos, en lugar de volver a su país arruinado y derrotado en la guerra, se casaron y echaron raíces en su nueva patria de acogida. La colonia germana de Zaragoza pronto arraigó en la ciudad, y sus miembros se integraron en los afanes industriales, comerciales y financieros. Establecieron el Colegio Alemán –primer colegio bilingüe– y promocionaron el novedoso deporte del futbol. Los Schneider proporcionaron su fórmula original para las cervezas de La Zaragozana; los Kurtz hacían autentica salchichas alemanas. Otros establecieron prósperos negocios: el Tinte de los Alemanes, guantes Schoeman…



Herman, el hijo de míster Klein, era un joven despreocupado, alto y atlético, pelo rubio y ojos claros. No es de extrañar que causara una gran impresión en la soñadora Isidora, quién cayó rendida ante sus encantos. Unos meses después de conocerse, Herman, embargado por su idealismo juvenil y desoyendo los consejos de su padre, marchó a Alemania para alistarse y combatir en la guerra que libraba su país, dejando a Isidora embarazada.

Buenaventura, acostumbrado a tomar decisiones difíciles, reunió a su mujer y a su hija mayor en conclave familiar. Cerró la pesada puerta de madera labrada del salón y avanzó unos pasos para aproximarse a Benilde e Isidora. La primera, sentada en el extremo de un canapé, encogida, con el pañuelo en la mano, lloriqueaba, suspiraba y rezaba, únicas acciones que era capaz de desarrollar desde que se había enterado de la preñez de su hija. Isidora, en el otro extremo, se mantenía alerta, sabía que estaba en juego su futuro y no iba a aceptar que se decidiese sin contar con ella. Buenaventura, de píe, una mano en el bolsillo del chaleco, la otra tocando la leontina del reloj, comenzó a hablar con aire grave:

‒ Isidora, eres una ingrata que has traído la deshonra a esta familia. Ahora lo único que se puede hacer es salvar las apariencias. Te casaras con Laureano, trabaja en Administración y se ha hecho indispensable para el buen funcionamiento de la fundición. Es humilde, pero un trabajador duro y ambicioso. Estoy seguro que accederá encantado a entrar en la familia, a pesar de que tenga que cargar con un hijo que no es suyo. Además, yo necesito un sucesor; dentro de unos años tendré que empezar a transferir la dirección del negocio.

‒ Padre. Sé quién es Laureano, y como me mira. También estaría encantado de casarse con mi hermana. Lo único que le importa es nuestro dinero. Y ¡No, no me voy a casar con él! Voy a esperar que regrese Herman y se haga cargo de su hijo y de mí –contesto ella, con resolución.

‒ Esto no es negociable, te tienes que casar inmediatamente, antes de que nazca esa criatura. Hazme caso o abandona esta casa. –Buenaventura, furioso se dio la vuelta y salió del salón entre los sollozos sincopados de su mujer.

Isidora se mantuvo firme, su hija nació mientras esperaba el regreso de su amor. Pero Herman fue uno de los miles de soldados que murieron en los campos verdes cuajados de rojas amapolas de Europa central. Míster Klein se hizo cargo de Isidora y su pequeña, a la que llamaron Erika. Al finalizar la guerra, las mandó a Berlín, donde residía el resto de la familia. Isidora no se casó, dedicó su vida a su hija y a luchar por la igualdad de la mujer.

Erika, veintisiete años, fue una de las 100 000 mujeres y niñas violadas en Berlín por los soldados soviéticos que en 1945 entraron en la ciudad como conquistadores –no como liberadores– e hicieron a los civiles blanco de su venganza. Erika fue violada por un grupo de soldados y tuvo una hija: Jana.

Jana apenas tenía dieciséis años cuando, en la noche del 12 al 13 de agosto de 1961, sin previo aviso, se construyó el “Muro de Protección Antifascista” para proteger a la población de la República Democrática Alemana de los “elementos fascistas que conspiraban para impedir la voluntad popular”.

El muro impidió a Jana, alta y esbelta, melena rubia y ojos claros como su abuelo, vivir su primer romance con Erik, dos años mayor que ella, espigado, rubio, fornido, vaqueros y sudadera del Bayern de Múnich. El muro fue erigido en la calle que separaba sus casas, quedando el portal de Jana en la zona Este y el de Erik en la Oeste. Jana no entendía de política, tan sólo quería vivir su amor –ése amor adolescente que duele como una barra de hierro fundido atravesando el corazón– con libertad, pasear por su ciudad con Erik, cogidos de la mano, beber una cerveza o un café, o tomar un helado, sin fronteras ni odios.

Su compañero Peter Fechter le decía: “la alambrada solo es un trozo de metal, algo que nunca puede detener tus ansias de volar”; fue tiroteado por las Tropas de Frontera cuando intentó cruzar el muro el 17 de agosto de 1962 y agonizó desangrado a la vista de los medios de prensa occidentales.

Jana miraba desde la ventana de su habitación y, a través de la alambrada, veía la ventana de Erik, algunas veces su silueta, y pensaba que un día ella también saltaría el muro.

1 de abril de 2021

Armando.


Me llamo Armando, tengo setenta años y muchas cosas de las que arrepentirme. Pero no quiero añadir una más a esa larga lista de vilezas: la de la mentira. Porque mentiría si dijera que me arrepiento. Sé que volvería a hacer todo lo que hice. Todo menos una cosa: perder el cariño y el respeto de mi hija.


En mi juventud había grandes oportunidades para hombres audaces y poco escrupulosos, y yo, nacido en 1841, en una humilde familia del Raval de Barcelona, las aproveché. Con dieciséis años me embarqué con los hermanos Joan y Pere Mas Roig que capitaneaban barcos que transportaban esclavos desde África a Brasil y Cuba. Era una actividad peligrosa, pues los tratados internacionales prohibían el comercio de esclavos desde principios del siglo XIX, pero muy lucrativa para todos los que tomábamos parte en ella. Tres de cada cuatro barcos negreros que iban a Cuba estaban comandados por capitanes catalanes y el negocio duró hasta los años ochenta. Tuve la ocasión de darme a conocer en la comunidad de propietarios y capitanes de barco –gran parte de ellos matriculados en Barcelona– y grandes empresarios implicados en el fabuloso negocio de la trata de negros.

Más adelante, el anarquismo se convirtió en el principal problema de la burguesía industrial. En 1870 tuvo lugar el Congreso Obrero de Barcelona que reunió delegados de unas 150 organizaciones obreras y contó con miles de observadores. Fue el pistoletazo de salida para la violencia ácrata. Entre junio de 1884 y mayo de 1890 se produjeron en Barcelona unos 25 atentados con bomba. Dejé de embarcarme y me dediqué a la protección de los grandes patronos manufactureros, sus familias y sus propiedades. Igualmente, había que amedrentar a los líderes sindicales y hacerles probar su propia medicina. La violencia también proporcionaba pingües beneficios.

Los burgueses me postergaban por mi oscuro pasado, pero no le hacían asco a mi dinero. Cuando surgió la idea de hacer una Exposición Universal, allí estaba yo, junto al alcalde Francisco de Paula Rius y Taulet y su Comité de los Ocho: el grupo de empresarios de la ciudad que corrieron con la organización del evento. La Exposición Universal de Barcelona de 1888 fue un éxito, participaron un total de 22 países de todo el mundo, y más de dos millones de visitantes. Mi patrimonio, que había puesto a disposición de los Ocho, se vio multiplicado. Ya no tuve que trabajar para otros, me convertí en un magnate financiero y comercial. Hice construir una casa de estilo modernista en el Paseo de Gracia, al igual que otros miembros de la alta burguesía.

Pero el éxito social no se vio acompañado por el sentimental. Mi primera mujer falleció de tuberculosis. Mis continuos viajes me impidieron cuidar de ella. Debía elegir entre ella y el trabajo, y elegí el trabajo. Me volví a casar en 1885. Era una mujer delicada, tal vez demasiado para mí. Llegó a avergonzarse de mi pasado y mis oscuros negocios, y se fue marchitando ante mi indiferencia. Yo podía tener sin esfuerzo las mujeres que quisiera. Pero me dio lo único que he querido en la vida: una hija. Intenté apartarla del mundo desalmado y perverso en el que yo vivía y la mandé a exclusivos internados de Francia y Suiza. También la aparté de su madre, no quise que asistiese a su lenta agonía, internada en un hospital psiquiátrico. Ahora es feliz, está casada con un modesto profesor y es escritora. Tiene dos hijos, mis nietos, que son la única ilusión que me queda.

Mi hija ha puesto una condición si quiero verlos: que renuncie a la riqueza que he amasado con el dolor, la muerte y la extorsión. Me dice que tengo un sitio en su casa, que puedo ver crecer a mis nietos si repudio lo que he sido, porque si no les contaminaré también a ellos, les haré unos desgraciados. Que mi dinero está manchado de sangre y degrada a quien se aproxima a él.

Así es que esta tarde, como ayer, he ido al renovado Gran Hotel de la Rabassada [1] de San Cugat del Vallés, donde han abierto un casino y una zona de atracciones. No me gusta el juego, pero he ido con mi talonario de cheques dispuesto a perder mi patrimonio en la ruleta y las cartas. Y no lo he conseguido, parece que el destino quiere burlarse cruelmente de mí. Cuanto más alocadamente jugaba, más ganaba. La suerte que me ha favorecido durante toda mi vida no quiere separarse de mí y, amarga ironía, es la causa de mi desdicha.

Es noche cerrada, he mandado a mi mayordomo a dormir. Sentado a la mesa de mi escritorio, aun vestido con el frac que he llevado en el casino, escribo estas líneas tan sólo para mí, para recordar quien he sido y pensar en lo que voy a hacer. Creo que la fortuna me recompensa sarcásticamente por el mal que he hecho en mi vida.

Armando saca de un cajón de la escribanía una caja de caoba, la pone junto al sombrero de copa que había dejado sobre la mesa y la abre lentamente. Saca el viejo revolver de su juventud e introduce un único proyectil. Ajusta el tambor para enfrentar el proyectil con el percutor y coloca el cañón del arma sobre su sien derecha, presiona fuertemente la boca del cañón contra su piel y aprieta el gatillo con decisión.


[1] El Casino y Gran Hotel de la Rabassada fue un casino, hotel y restaurante situado en la carretera de la Rabassada, en el término de San Cugat del Vallés, Barcelona. En 1899 se construyó el Gran Hotel de la Rabassada, que se amplió en 1911 con la construcción de un casino, proyectado por el arquitecto Andreu Audet i Puig, y una zona de atracciones.

19 de marzo de 2021

Ajedrez.



Juan había descubierto el ajedrez tarde. Ya llevaba algún tiempo jubilado cuando encontró en internet los foros ajedrecistas y la posibilidad de jugar partidas en línea con jugadores de todo el mundo. Se inscribió en un club y comenzó a dar clases, a leer libros, a participar en torneos. A pesar de su formación humanística –nunca le habían gustado las matemáticas, nunca las había necesitado en su trabajo– y su inclinación al pensamiento abstracto, se sintió fascinado por la disciplina metodológica que era necesaria para desarrollar las jugadas tácticas: aperturas, amenazas, ataques, defensas… Por el análisis racional que había que realizar, muy rápidamente, para examinar la multitud de posibilidades que se abrían tras el movimiento de una pieza. Y llegó a desarrollar una lógica estratégica: la combinación de jugadas para superar al adversario y alcanzar el objetivo final, su derrota.

Encontró un motivo para seguir viviendo. Pero, su nueva pasión supuso el abandono de las pautas que habían guiado su vida anteriormente. En particular, la atención a su mujer. Mayor que él. La adoraba cuando se casó con ella; él tan joven; ella con la serenidad, la belleza y la dulzura de una mujer madura. Habían sido felices. Pero, cuando llegaron sus insomnios, los problemas de articulaciones y la hipertensión –que ironía, él con la tensión tan baja–, Juan echaba de menos la perdida placidez de esos días que transcurrían iguales, anodinos, insustanciales, cuya dedicación al ajedrez no era perturbada por las visitas al médico, al fisioterapeuta o a la farmacia, por una mala noche o un día de dolencias.

Cuando ella murió, Juan se volcó, aún más, en su pasión por el ajedrez. Se propuso estudiar más, elevar su nivel jugando más partidas, dedicándole más tiempo. Se convirtió en una obsesión. Tuvo que contratar una mujer para las tareas domésticas.

Ioana era una mujer que llevaba muy bien sus cuarenta y pico años, acostumbrada al trabajo duro. Desde que enviudó veía pasar los años sin compañía ni amor, sin una seguridad que le permitiese esperar la vejez con tranquilidad. No había oído hablar hasta entonces del ajedrez, pero la vida le había obligado a jugar su propia partida. Intentó ganarse la confianza de Juan: “Tenemos el mismo nombre, no tengo más remedio que cuidarte bien”, le decía zalamera. Cuando comprendió que su gran pasión era el ajedrez, le presentó a su novio, que también lo jugaba. Ambos hombres congeniaron, pasaban muchas tardes jugando mientras Ioana hacía la casa y preparaba comidas.

Otros días, Juan se sentaba en una silla de la cocina y la miraba mientras cocinaba –gestos y formas femeninas–. Ella se daba cuenta. Comenzó a arreglarse un poco más el pelo, llevaba las faldas más cortas, camisas escotadas, hombros descubiertos con la primavera… Ella entendía que un hombre podía tener sus necesidades. Ella también tenía las suyas: ¡económicas! Llegaron a un acuerdo: de vez en cuando ella se desnudaba delante de él; él la regalaba algo de lo de su mujer: un bolso de marca, un anillo, una pulsera de oro… –Peones prescindibles, pensaba Juan–.

Ioana continuó haciéndose imprescindible para Juan, junto con su novio resolvían todos sus problemas y satisfacían todas sus necesidades. Después de un tiempo, incluso le dejó la tarjeta de crédito con el pin, para hacer las compras de la casa. Las cuentas bancarias no, pero ella tenía preparada su próxima jugada, su jaque particular.

- Juan, a pesar de la diferencia de edad, me gustas como hombre. Si quieres podemos pasar alguna noche juntos. Tan sólo tendrías que tomar alguna pastilla de viagra.

- Bien, me gustaría mucho. Pero con una condición: yo prepararé la cena, lo hacía para mi mujer y quiero hacerlo para ti.

La noche convenida, Juan preparó una merluza con salsa de almendras. Ioana aportó una botella de licor para acompañar las dos pequeñas pastillas azules que ofreció a Juan después de la cena. Este, supo que era la hora de acabar la partida que habían estado jugando.

- Ioana, sabes que la viagra está contraindicada con el alcohol, especialmente en mi caso de hipotensión. Y yo sé que tú lo sabes porque me lo ha dicho tu “pretendido” novio, al que reclutaste para engañarme. Por cierto, si piensas que lo tienes rendido ante tus encantos, te equivocas; no le interesan las mujeres. Además, tiene conciencia, algo de lo que tú careces. Y somos amigos.

Juan hizo así su jugada de gambito, sacrificando su pieza más importante –desvelando su conocimiento de los planes de Ioana– para culminar el jaque mate a las blancas, que habían llevado la iniciativa hasta entonces.

- También tengo que decirte que si has encontrado la salsa de la merluza un poco amarga –la mía no lo estaba– es porque he añadido cianuro. Con mi mujer bastaba con añadir sal ¡la pobre, con sus problemas de hipertensión! Pero contigo no tenía más tiempo, eras tú o yo ¡Jaque mate! 

Juan no intentó ocultar el asesinato, antes bien, quería que se supiese que había ganado la partida de ajedrez en la que había convertido su relación con Ioana. Ahora, es el satisfecho encargado del club de ajedrez de la cárcel.

12 de marzo de 2021

Maldad.

Fedor era un hombre afable, ya maduro. Vestía con discreta elegancia y era extremadamente correcto con todos. No siempre había sido así, su personalidad psicopática había provocado mucho sufrimiento a su alrededor.
Todas las tardes se sentaba en un banco del parque, le gustaba observar a los niños cuando salían de la escuela y jugaban mientras devoraban sus meriendas, bajo la atenta mirada de sus madres. Si alguno se acercaba, le decía unas palabras cariñosas y le ofrecía un caramelo. Las madres, inicialmente recelosas, se habían acostumbrado a su presencia y depuesto su desconfianza. Él las saludaba respetuosamente y ocasionalmente alababa las bondades de los pequeños.

Fedor simplemente miraba y dejaba pasar el tiempo, con la mente en blanco, no pensaba, no sentía nada. A veces, involuntariamente, algún gesto, un sonido, un perro o un pájaro le traían recuerdos de su pasado.

Un comentario escuchado le recordó cuando a su mujer le diagnosticaron un cáncer. Tuvo que elegir entre ella o su trabajo. Eligió su trabajo. La abandonó a su suerte. No se arrepentía.

Una pareja cogida de la mano le hizo revivir la experiencia de las familias expulsadas de sus casas en la Bosnia de principios de los años noventa. Los serbocroatas pagaban bien, les era rentable pues se resarcían apropiándose de casas, pertenencias y tierras; y era divertido: los tiroteos nocturnos, las palizas a incautos que se atrevían a andar solos, granadas lanzadas desde los coches o entregadas a niños como los de este parque, para que jugasen con ellas, las llevasen al colegio o a casa. De vez en cuando alguien moría ¿qué más daba? Era una guerra.

Un perro le hizo recordar aquel rottweiler que azuzó contra tres niños musulmanes cerca de Mitrovica, en Kosovo. Los niños aterrorizados entraron en el río Ibar, dos se ahogaron. Fue el detonante perfecto para desatar la ira sobre los enclaves serbios, todo estaba preparado, los autobuses listos para transportar a los radicales que quemaron escuelas, hospitales y monasterios. Diecinueve serbios fueron asesinados y un número nunca aclarado de atacantes albano-kosovares muertos por la actuación de las fuerzas de OTAN encargadas de la seguridad de los serbios. Otro niño aplastado por un blindado.

Eran buenos tiempos. Al menos para él y sus camaradas, libres de satisfacer todos sus deseos, inmunes ante las leyes locales, por encima de las normas que se aplicaban inmisericordemente sobre una población inmersa en la penuria, el hambre y el miedo. Esa sensación de superioridad y control de la situación era embriagadora, superior a los efectos de cualquier droga.

Tres niños que jugaban cerca de él comenzaron a pelearse, uno de ellos, el rubio, comenzó a pegar a los otros dos, otro salió corriendo llamando a su mamá, el más pequeño lloraba aterrorizado, protegiéndose la cabeza con las manos, una fina raya roja en la cara. Fedor se dirigió a ellos y los separó, consoló al que lloraba, y calmó al rubio que estaba todavía excitado, los ojos desorbitados y una expresión de rabia adulta que destacaba en su cara infantil. Buscó en el bolsillo para darle un caramelo a cada uno. Sólo le quedaba uno. Se lo dio, sonriendo, al rubio.

7 de marzo de 2021

Recovecos.

Todas las mañanas, Don miraba el buzón, pero nunca había carta de ella.
No habrá tenido tiempo, se decía. (Patricia Highsmith).


Pero pensó que era una tontería, claro que tenía tiempo en la cárcel. Empezó a preocuparse por la ausencia de esas cartas que antes llegaban regularmente. Le debía mucho, entre otras cosas su libertad. Así es que, al día siguiente, fue al centro penitenciario a visitarla. No podía esperar hasta la próxima visita que tenían concertada para semanas más tarde.

Catherine se negó a hablar con él. No quería verle. Eso incremento su preocupación. Volvió a la ciudad y se dirigió al despacho del abogado. Darrell tenía un amplio bufete con vistas a la calle principal. Podía permitírselo con las minutas que pasaba a sus clientes.

- No puedo decirte nada Don. Aunque tú seas quién paga, yo soy abogado de Catherine y no puedo romper la confidencialidad entre abogado y cliente.

- Sólo dime una cosa ¿se ha puesto en contacto contigo? –preguntó Don.

- Así es.

Don repasó mentalmente la situación. Catherine había ido a la cárcel para protegerlo a él. Había accedido a servir de testaferro en algunos negocios y se había autoinculpado cuando sus socios estafados le denunciaron. La Justicia –normalmente atascada– era rápida e indulgente ante un reconocimiento de culpabilidad. A él, reincidente, le habrían sentenciado mucho más duramente. Ya fuera por amor o por agradecimiento, o por ambas cosas, Catherine había accedido a pasar unos años en la cárcel. Pero, ahora, su entereza se había quebrado. Don supo que no aguantaría más y que ya había decidido decir la verdad. Tenía un plan ante esa contingencia.

- Darrell, he decido hacer una confesión exculpando a Catherine. Ella no puede aguantar más en prisión. Asumiré mis culpas. Prepáralo todo.

Como era previsible, Don entró en prisión y Catherine salió de ella. Aún no había terminado de superar el trauma que la cárcel había supuesto para su frágil personalidad cuando murió en un accidente de tráfico. Su coche se despeñó en la serpenteante carretera que subía a la casa de la costa. El forense encontró restos de tranquilizantes y gran cantidad de alcohol en su cadáver.

Entonces, Don dijo que ya no tenía sentido que él continuara en la cárcel. Lo había hecho por amor a Catherine y ahora estaba muerta. Él era inocente, tal como se había manifestado en el primer juicio. Pidió una revisión de su caso. Aportó nuevos documentos incriminando a Catherine. Fue puesto en libertad.

Después de varios meses en una pequeña y sombría celda, Don disfrutaba en la terraza de su casa de la costa de una luminosa y cálida mañana primaveral; en el horizonte un mar esplendoroso. Se recreaba en la sensación de triunfo. Sus planes habían resultado bien. Se sentía superior a toda esa pléyade de policías, jueces y funcionarios cuyos mezquinos trabajos les impedía ver más allá de sus narices. Y eso le halagaba. Lo de Catherine, tan inocente, tan delicada: una pena, un daño colateral. Llamaron al timbre. Era Darrell. Entró en la casa y dijo a Don:

- Quería verte porque al fin y al cabo he sido tu abogado, pero sobre todo por ver como se desmorona tu arrogancia. La policía viene hacia aquí, les he adelantado en la carretera. Les di las grabaciones que hizo Catherine de tus conversaciones con ella cuando la convenciste para que fuera a la cárcel en tu lugar, y han detenido en la frontera al sicario que causó su muerte. Yo les alerté, Catherine no tomaba tranquilizantes ni bebía una gota de alcohol desde que salió de la cárcel. Yo me preocupé de ella esos días. Para ti era una más, alguien a quien manipular, pero yo estaba enamorado de ella y tú la hiciste matar.


1 de marzo de 2021

Las tribulaciones de Agapito.

Agapito se despertó sobresaltado cuando su mujer entró en el dormitorio, corrió las cortinas, subió la persiana y abrió la ventana dejando entrar la luz y el frio, mientras decía: “Levántate que hay muchas cosas que hacer antes de que llegue la niña”. Refunfuñó que ya iba.

Mientras se aseaba, pensaba en lo poco que le gustaba salir de la cómoda rutina en la que estaba instalado desde que se jubiló. Ese día no podría dar su paseo matutino, ni echar la partida de guiñote después de comer, ni quedarse adormecido frente al televisor, después de cenar. En lugar de eso tendría que atender los recados que le mandara su mujer y mostrarse simpático con el novio, compañero o amigo de su hija –no sabía cómo llamarlo–, con el que vivía desde hacía dos años. Y, no era simpatía precisamente lo que sentía por ese joven que se negaba a madurar y asumir los compromisos de un adulto.

Tuvo que ir al supermercado. Había tanta gente que no encontró carritos libres, y no llevaba monedas para un carro grande. Recorrió los pasillos buscando los productos requeridos por su mujer. Tuvo que transitarlos una y otra vez, andando y desandando sus pasos, buscándolos uno a uno en aquella maraña de pasillos. Tenía que ir con cuidado para no toparse con la gente que se afanaba sobre los géneros como si no fueran a tener ocasión de adquirirlos nunca más en su vida, ni ser atropellado por los atiborrados carros frenéticamente empujados por apresurados porteadores. Cuando ya tenía todo –al menos eso pensaba él, aunque seguro que su mujer le diría que se había confundido u olvidado de algo; pero eso era algo contra lo que, como con el destino, no se podía luchar–, se dirigió a las cajas haciendo equilibrios con paquetes y envases en las manos, y una bolsa de ensalada debajo del sobaco. Su humor, que no era muy boyante, se ensombreció con la espera en la caja, mientras que con los brazos, ya doloridos, trataba que no se le cayeran los artículos adquiridos. Su talante no mejoró cuando con sus dedos ateridos intentó sin éxito despegar los bordes de la bolsa de plástico que le habían dado para meter la compra. Finalmente la cajera lo hizo por él, más que por cortesía para evitar que los clientes que esperaban en la cola transformasen sus miradas airadas en acciones más contundentes.

Apenas había acabado de dejar las cosas sobre la encimera de la cocina cuando su mujer le dijo que se le había olvidado la harina de fuerza, que volviese a por ella. Agapito no sabía qué era tal cosa, él lo relacionaba con la halterofilia o el pugilismo a los que no era aficionado, por lo que caviló que no era de extrañar que se le hubiera olvidado. Se armó de paciencia y resignación y estoicamente se dirigió de nuevo al supermercado.

Cuando llegó la hora de comer, sabía que la comida sería frugal, con objeto de llegar a la cena con hambre y poder ingerir la enorme cantidad de viandas que su mujer preparaba para agasajar a los visitantes. Se dijo que media docenita de gambas de aperitivo ayudarían a reparar la horrible mañana que llevaba y sobrellevar el resto de la jornada. Pero su mujer se mostró inflexible: “No saques nada. Luego no comerás lo que he preparado. Con el esfuerzo que me cuesta”. Así es que Agapito se quedó sin gambas y añadió otra capa de frustración a la cebolla de su descontento.

Por la tarde llegaron la hija y su pareja. Después de los besos de encuentro, su hija le dijo a Agapito que bajara con el perro porque tenía que mear después del viaje en coche. Agapito le contestó, sin mucha convicción, que mejor que lo hiciera su pareja ya que el perro era suyo.

- ¡Papá! está cansado de conducir. Haz el favor de bajarte al perro –dijo ella.

- Pero si son sólo 150 kilómetros desde Lérida –protestó Agapito.

- ¡Papá! Anda, no nos des la tarde. Bájate ya –contestó la hija, dándose la vuelta y retirándole su atención para dirigirla a las bolsas que habían traído.

Agapito, que conocía los gestos de su hija y sabía que ya no le escucharía, cogió el odioso yorkshire terrier que ladraba como si lo estuvieran matando y bajó con él a la calle para que hiciera sus necesidades. No le gustaban los perros, o mejor dicho, no le gustaba recoger sus cacas. Agapito pensaba que era ignominioso para una persona recoger con la mano los excrementos de un animal. Además, detestaba en particular a esa pequeña bola de carne con pelo marrón que ladraba furiosamente a cualquier otro perro que le sobrepasaba varias veces en tamaño, para luego esconderse tras su amo y dejarle que se las arreglase con el perro ofendido y su dueño.

Cuando llegó la hora de la cena, ayudó a preparar la mesa. Entró en la cocina para coger los cubiertos y vasos y llevarlos al comedor. La encimera estaba llena de platos con apetitosos entremeses. Agapito estaba hambriento, pero sabía que a su mujer no le gustaba que hurgase en los platos antes de ponerlos en la mesa. Así es que cogió una oliva de un bote abierto y se la llevó a la boca. En ese momento su mujer le vio y le dijo:

- Ya estás comiendo. No me tienes ninguna consideración. Yo aquí cocinando todo el día y no me ayudas nada. Qué fácil es que te lo den todo hecho…

Agapito sintió que toda la irritación que había ido acumulando durante el día iba a salir a la superficie. Pero fue capaz de controlarse. Pensó que no merecía la pena tirar por la borda más de treinta años de matrimonio. Sin decir nada, salió de la cocina. Cogió el abrigo y la bufanda que estaban colgados en el recibidor y salió de la casa. Necesitaba aire fresco y caminar un rato para disipar la furia que sentía.

Se dirigió al Veltins Arena, pensando en tomarse una cerveza. No había nadie en la calle. Cuando llegó al pub comprobó que estaba cerrado. ¡Maldito covid! Cruzó la calzada en la que tampoco había tráfico. Al llegar al cajero de La Caixa vio al indigente que vivía allí desde hacía tiempo. Se quedó mirando. El mendigo le hizo señas para que entrase. Agapito aceptó la invitación. Charlaron un rato y acabaron comiéndose dos bocadillos de chorizo, un flan de vainilla y un yogurt griego que los voluntarios del bocata habían dejado al menesteroso esa tarde.

Como se había hecho tarde, Agapito decidió quedarse a dormir en el cajero, encima de unos cartones, arropado con una manta que le prestó su nuevo amigo. Durmió de un tirón y la dureza del suelo le fue bien a su deteriorada columna. Al día siguiente se despertó optimista y pensó que nunca olvidaría esa deliciosa cena.

12 de diciembre de 2020

Realidad difusa.


Cuando murió Elisa, me obsesioné. Quería saber por qué se rindió desde el primer día a la enfermedad, por qué callaba y me miraba melancólicamente cuando le decía que no podría vivir sin ella. ¿Por qué aceptó sumisa su final, sin aceptar la ayuda de los mejores médicos que yo podría haberle proporcionado?


El funeral fue muy concurrido. Durante un tiempo interminable recibí los pésames de amigos y conocidos, y también de desconocidos. Todas las caras iguales, los gestos y las palabras semejantes. Sólo recuerdo una: una mujer madura, con mirada serena, aún bella, con un vestido blanco cubierto por un velo transparente de color azul mar que caía desde su cabeza, sujeto a su alto moño moreno, parecía la sacerdotisa de un culto antiguo. Los mismos gestos, las mismas consabidas palabras, pero –no me di cuenta hasta que todo termino– depositó en mis manos un pequeño libro.

Horas más tarde, tuve ocasión de leerlo. Era la historia de la Sibila de Cuma. La que acompañó a Eneas a los Infiernos y lo guío hasta llegar a los Campos Elíseos, morada feliz de los virtuosos, donde escuchó la música de Orfeo y encontró a su padre Anquises.

Decidí liquidar mis negocios. Suscribí con varios bancos unas carteras de valores que me permitirían vivir desahogadamente, y alquilé un pequeño apartamento en el barrio EUR de Roma. Desde allí, recorrí Italia buscando en las bibliotecas clásicas los textos que se referían a las sibilas, las mujeres clarividentes de la mitología greco-romana que tenían el don de profecía y que fueron acogidas por la cultura cristiana con la misma consideración que los profetas judíos del Antiguo Testamento.

Visité el Templo de Segismundo Malatesta –actual catedral de Rímini– con sus diez sibilas esculpidas en la capilla de los mártires, y allí pude verla otra vez, con el mismo vestido blanco bajo el velo azul. Intenté acercarme a ella, pero la multitud de visitantes que se interponía entre nosotros retrasó mi avance y cuando llegué a donde la había visto, ya no estaba. Quise llamarla, pero no sabía como hacerlo. Y lo mismo sucedió en la majestuosa catedral de Siena. Siempre llevaba el librito en el bolsillo interior de la chaqueta, junto al corazón. Me encontraba mirando los magníficos mosaicos en mármol de las nueve sibilas, en el pavimento de la catedral. Intentaba descifrar el texto que mostraba la Sibila Cumana cuando la vi al otro extremo de la nave. Sorteando la abigarrada multitud me dirigí hacía ella, pero había desaparecido cuando llegué a su altura.

Siempre ocurría lo mismo: en la Capilla Sixtina, en cuya bóveda Michelangelo Buonarroti había pintado las cinco sibilas más famosas –entre ellas la Cumana– y en la iglesia romana de Santa María de la Paz, donde poco después Raffaello Sanzio pintó las cuatro suyas –la Cumana, a la izquierda–. Ella estaba allí, entre la gente, pero yo no podía alcanzarla, como en esas pesadillas en que uno no puede alcanzar su destino por más que se esfuerce.

Así es que decidí cambiar de táctica. Tenía que reunirme con ella a solas. Me trasladé a Nápoles y estuve varios días rondando el sitio arqueológico de Cuma. Una noche de luna llena –ni siquiera necesitaba linterna–, salté por encima de la cancela metálica. El guarda estaba dormido, haciendo equilibrios para no caerse de la silla, en el interior de la garita de acceso. Recorrí el paseo de laureles y antes de comenzar la ascensión a la colina volcánica llegué al antro de la Sibila, la cueva donde hacía sus profecías.

Fui recorriendo los 130 metros de la galería trapezoidal excavada en la roca. La luna, desde la derecha, iluminaba mis pasos a través de los tragaluces perforados en la bóveda a intervalos regulares. 

Al fondo, en la cámara esculpida en la roca de tufo volcánico, estaba ella. 

-- Quiero hablar con Elisa –dije aparentando una seguridad que no tenía.

-- Mi voluntad no puede imponerse a la voluntad de aquellos a los que presto mis servicios –me contestó, haciendo honor a su naturaleza sibilina.

Sin saber que decir, me limité a sacar el librito y enseñárselo.

-- Cuida de obtener lo que deseas, porque puede ser tu desgracia –vaticinó.

Hizo un gesto de ofrecimiento con su mano derecha y dando un paso atrás, se ocultó en la oscuridad. Un rayo de luna iluminó la figura de Elisa.

-- Elisa, mi amor. ¿Por qué me dejaste? ¿Cómo puedo recuperarte?

-- Me perdiste cuando renunciaste a ser tú, cuando el éxito, la ambición y la soberbia te convirtieron en un ser insensible, violento a veces.

Quise resarcir el sufrimiento que había causado. Empleé mis artes de buen negociante y llegué a un acuerdo con la sibila: dejaría volver a Elisa con el yo que fui, aquel extraño que había olvidado hace tiempo. Mientras tanto, yo esperaría su regreso, al final de sus días, deambulando en compañía de la sibila por el lago Averno, junto a Cuma.


Zaragoza, 12 de diciembre 2020.

16 de noviembre de 2020

Microrelatos.

Un microrelato es un mensaje dirigido a lectores sutiles por parte de un escritor perspicaz.

Retorno.
Me siento mal desde hace unos días. Cuando acabe el funeral, iré al médico para que me dé algo para este dolor en el pecho. Estoy aquí por compromiso, era un compañero del trabajo. Departía con él mucho, pero siempre de trabajo, nunca de cuestiones personales.

Cambio de opinión. Siento una necesidad irresistible, casi angustiosa, de dar un beso a mi mujer. Cruzo la puerta de mi casa y la veo sentada en el salón, al fondo del pasillo. Está vestida de negro –luto riguroso–, sus lágrimas caen sobre la fotografía de nuestra boda, que abraza sobre su pecho.


Toda una vida.
Sentados al sol. Componen una pareja adorable. Cincuenta años juntos. Uno de ellos, la mirada brillante, cara luminosa por los recuerdos felices, pregunta: “¿Todavía me quieres?” El otro, la cara de medio lado, boca apretada, los ojos duros, susurra: “¡Todavía no!”


En pocas palabras.
Mi vida es una ironía. De niño, prisa por alcanzar la libertad que suponía ser adulto. Después, añoranza de la infancia: independencia sin responsabilidades. Antes de casarnos tuvimos que esperar varios años: acabar la universidad, preparar oposiciones, conseguir plaza en Zaragoza, ahorrar para el piso. Llegamos cansados al matrimonio. El hastío surgió pronto. Duró poco.

Ahora mato las tardes en el centro cívico. Hacemos solitarios, cada uno con su propia baraja. Apenas hablamos. Después de cenar juego al dominó online con personas lejanas con seudónimos graciosos. Chateamos sobre cómo nos ha ido el día.

La vida es un sarcasmo.


Fusión. (Microrelato metaliterato)
Lo leí después de muerto –yo, no él
. Me gustó. Maté al autor para poder decírselo. Muchos muertos utilizan el tiempo entre dos mundos para lamentarse, algunos intentan inútilmente aferrarse a seres y lugares queridos. Pero yo fui concebido como un personaje de acción.

Se entusiasmó, no por mis alabanzas –un simple personaje de su creación–, sino por mi carácter e iniciativa. Dijo que me resucitaría en su último libro –ya póstumo–, bastarían unos párrafos.

Ahora se lo agradezco interpretando mi papel lo mejor posible. Soy lo que convierte su trama en sublime. He conseguido incluirle en el corto elenco de escritores inmortales.


Zaragoza 16 noviembre 2020.

16 de octubre de 2020

Ucronía con Rosa.

¡Muerte al tirano!, con ese grito terminó la reunión en la que un reducido grupo de patriotas ultimó los detalles del atentado.

Tendría lugar el 15 de agosto de 1811, cumpleaños de Napoleón. José I Bonaparte, después de la celebración oficial de la onomástica en la casa de Correos, se dirigiría al Palacio Real por la calle Mayor, como hacía habitualmente. Salustiano Dalp, subteniente de Artillería, sería el encargado de lanzar la bomba desde el balcón del tercer piso del número 88, la casa de su cuñada. Después, el resto intentarían provocar un levantamiento popular contra el ocupante francés como el que había tenido lugar tres años antes.

La situación era desesperada. Tras la derrota del Cuarto Ejército del duque de Alburquerque en Cádiz el año anterior, la toma de la ciudad y el ajusticiamiento de los cinco miembros del Consejo de Regencia, y de muchas de las figuras más destacadas del reino que habían constituido las Cortes que elaboraban la primera Constitución española, Fernando VII -el rey deseado- y su familia habían muerto en su residencia de Valençay, al sur de París. Un trágico incendio decían desde el bando afrancesado, pero todos sabían que la larga mano de Napoleón estaba detrás.

La resistencia en España había acabado. José Bonaparte reinaba con mano de hierro. Con la retaguardia cubierta, su hermano, el emperador, había desembarcado en Inglaterra y sometido Londres y Cardiff. Europa era francesa. Rusia tendría que aceptarlo y firmar la paz con Napoleón, quién había reconsiderado su idea de invadirla: ya no sería necesario.

Salustiano era el único que podía ejecutar la acción. Mientras estuvo destinado en el Parque de Artillería de Monteleón a las órdenes de Luis Daoiz, había ideado una bomba de mano rodeada de resaltes de fulminato de mercurio que explotaban por impacto. Tenía un par de bombas que disimularía en un ramo de flores y arrojaría al paso de la comitiva real.

Durante los últimos meses se había entregado en cuerpo y alma a conspirar contra los ocupantes y aquellos que les apoyaban a cambio de honores y prebendas. Salía y entraba en casa sin avisar, se encerraba en el sótano para preparar las bombas, sin prestar atención a Rosa, con quién se había casado tres años antes. Además, tenía que cuidar a Clara, la mujer de su hermano, fusilado en la montaña de Príncipe Pio los primeros días de mayo de 1808. Clara había tenido un hijo póstumo de su hermano y se encontraba sola, su único sostén era Salustiano.

Rosa, se sentía sola, ni siquiera tenía un bebé al que cuidar. Era lo que más deseaba. Aunque cuando lo pensaba bien, lo que más deseaba era que su marido la tratase como lo hacía al principio, que no pasase tanto tiempo con Clara. ¿Habría algo entre ellos? No quería pensarlo, pero la duda le corroía el alma.

La mañana del 15 de agosto, Salustiano salió de casa y dio varias vueltas, yendo y volviendo, para asegurarse de que no le seguían. Ya había detectado que en ocasiones le ponían vigilancia. Recogió el ramo de flores con las bombas en una portería cercana a la casa de Clara, tal como habían planeado, y se dirigió hacia allí. Había avisado a Clara para que ese día cogiese a su hijo y se fueran a casa de una amiga.

Cuando entró en el portal vio una silueta junto a la garita del portero. Pensó que era la policía, que le habían delatado y lo iban a detener. Vendería cara su vida: usaría las bombas que llevaba. Respiró aliviado cuando vio que la pequeña figura que salía de la sombra era la de Rosa:

-- Rosa, ¿qué haces aquí?

-- No aguantaba más. Quería saber si es verdad que me traicionas con Clara. Ya veo que a ella le traes flores, mientras que conmigo ni siquiera hablas –dijo.

Rosa sacó del bolso la pequeña pistola que él le había dado para defenderse en caso necesario, y perturbada por los celos disparó, alcanzando a Salustiano en el vientre.

-- Rosa, ¡me has matado! Ahora ayúdame. Sube conmigo y ayúdame a abrir la puerta de la casa. Abre el balcón y vete. Mi muerte no será inútil, voy a hacer lo que vine a hacer.

En la calle ya se oían los cascos de los caballos de los húsares de escolta. Salustiano vio que el carruaje real se acercaba. Dio un beso a Rosa. Le dijo: “Eres la única mujer que he amado”. Y saltó por el balcón con el ramo de flores en la mano.



Báguena, 16 Octubre 2020.

1 de octubre de 2020

Vida de velador.

Lo veo cada vez que salgo de casa. Sentado en la terraza de la Carbonera, el bar que está junto al portal. Es alto, hombros anchos, voz potente que se oye a varios metros de distancia. Está siempre allí, desde que abren a las nueve de la mañana hasta las ocho o las nueve de la tarde, menos el rato de la comida. Siempre con una cerveza a medias –excepto a primera hora, que toma café– y un cigarrillo humeante entre los dedos. No es muy mayor, pero debe estar prejubilado o tener alguna pensión por invalidez.

Cada vez que voy a por el pan o tengo que ir a las tiendas del barrio alcanzó a escuchar algo de lo que dice. Habla con cualquiera que se siente en las mesas de al lado, o con los camareros. A veces, alguno de los conocidos que ha hecho durante las largas horas de velador se sienta con él. Hablan del tiempo: “Mañana empieza el cierzo y tendremos que entrar dentro”; de política: “Yo voto a los del P… –el ruido del autobús que acaba de llegar a la parada no me permite escuchar más–…roban menos, pero son todos iguales”, o de cualquier tema de actualidad: “Qué follón ayer con los del Gran Hermano”; “El coronavirus viene de China”… Otras veces –voz grave–, habla por el móvil: “Aquí estoy, pasando el verano, cogiendo moreno de Carbonera”.

Y así he ido conociendo su vida. El día que pasó un muchacho con una camiseta del Asador el Sarmiento: “Pues anda que no he preparado yo caracoles en el Sarmiento”. Otro día, a la camarera: “Toda la vida trabajando, sábados y domingos incluidos, muchos días más de diez horas, y después te queda una pensión de miseria”.

Un día lo veo serio, sentado con un joven que es su propia imagen con cuarenta años menos. Ralentizo el paso, saco el móvil y hago como que lo miro:

-- Sois unos cabrones. Desde que murió vuestra madre no venís por casa. Claro, como ya no está para haceros la comida. Voy a vender el piso y me lo gasto en cervezas. No vais a ver un euro.

Conmigo también charla:

-- Te veo muchos días por aquí.

-- Es que vivo en el portal de al lado –digo.

-- ¡Joder que suerte! Ya me gustaría a mí. Cuando quieras echamos unas cañas –me contesta.

Con la llegada del invierno, los días en que se monta la terraza son cada vez más escasos. Lo he visto algún día: más flaco, menos dicharachero, mirando fijamente como se consume el cigarrillo. Finalmente dejo de verlo. Tengo que preguntar a su hijo –pienso.

Zaragoza, 1 de octubre 2020.

21 de septiembre de 2020

Vidas "online".

Ormón_triplecero estaba anhelante. Sentado en su oscuro sillón ergonómico, enfrente de una gran mesa blanca de líneas nórdicas. Sobre la mesa: dos pantallas, el ratón y el teclado del ordenador. Había recogido los restos de comida preparada, la botella de Coca-Cola y los cubiertos que habitualmente quedaban sobre ella entre comida y comida. Hoy es un día especial. Se ha vestido con camisa salmón, pañuelo a juego y chaqueta oscura de brillantes solapas. El pantalón de pijama y las zapatillas de loneta no se verían en la transmisión.


En pocos minutos dará comienzo su boda telemática con Pikuka99. Habían contratado una agencia de eventos online que se ocupa de todo: la conexión de varios cientos de invitados, suma de las agendas de las redes sociales de los dos; la breve ceremonia del juzgado; y la celebración posterior, con efectos acústicos y ópticos que alimentarán sofisticados equipos individuales de hasta seis pantallas con presentaciones diferentes.


Sólo habían tenido ocasión de verse personalmente en tres ocasiones. Su relación había sido a través del móvil y el ordenador. Algo habitual debido a las restricciones que provocaban las sucesivas pandemias. Al coronavirus-19 habían seguido el virus-21, el virus-23 y los posteriores. Se habían suprimido los nombres propios de los virus, lo significativo eran los años. Normalmente cada dos años surgía uno nuevo que atacaba particularmente a un sector de la población. Las autoridades decretaban nuevas medidas y finalmente anunciaban la aparición de una vacuna, pero al poco un nuevo virus volvía a aparecer.


La gente se había vuelto desconfiada, solitaria, triste y resignada. Pero los jóvenes seguían uniéndose para vivir juntos. El ansia humana de compañía todavía perduraba. Y, además, aunque los simuladores sensoriales y los conectores táctiles a distancia eran realmente sofisticados, el sexo virtual no podía sustituir al contacto físico. La pantalla parpadea, entra un mensaje de la agencia: “Lo sentimos, Pikuka99 comunica que no se siente preparada para casarse. Ha cortado la conexión. No le dé mayor importancia. Esta reacción es más habitual de lo que pueda parecer. Deseamos que vuelva a confiar en nosotros en sus próximos eventos. Cargaremos en su tarjeta el coste previsto en el contrato para este tipo de situaciones. Tenga un buen día”.


Báguena, 21 de septiembre 2020.

1 de junio de 2020

La mujer pelirroja.

Esta relato -el segundo de Chele- y su título quedaron anidados en mi mente mientras recorría el Camino entre Logroño y Burgos, después de encontrarme con una exótica peregrina de largo cabello pelirrojo. Catorce meses después conseguí finalizarlo.

La mujer pelirroja. *

7 de abril de 2020

Asesinato perfecto.

Yo había sido feliz en mi matrimonio, hasta que asesiné a mi mujer. Cuando me dijo que quería divorciarse tuve que decidirme rápidamente. La situación creada por la pandemia del covid-19 no iba a durar siempre. La posibilidad de enmascarar una muerte entre los miles de casos de enfermedad que se computaban cada día fue lo que me decidió.

Habíamos sido una pareja feliz, incluso apasionada al principio. Después nos fuimos distanciando. Primero llegó la indiferencia, en seguida la antipatía mutua. Últimamente, casi no nos hablábamos, dejamos de compartir la cama. Ella comenzó a utilizar el wasap a todas horas. Activó el acceso de su teléfono con huella digital, por lo que me era imposible saber con quién se comunicaba.

En mitad del confinamiento durante la pandemia, me dijo que se divorciaría cuando terminase el aislamiento, que tendría que irme de la casa, que hablaríamos de la pensión, del reparto de todo. Le pregunté si tenía un amante –su actitud de los últimos meses la delataba–. Me contestó evasivamente: “¡No!, pero eso sería lo de menos. Ya no te soporto, ni tú a mí. Es lo mejor para los dos”. Supe que me mentía. Tras más de diez años como inspector de policía sé cuando me mienten.

Esa misma noche la asfixié con la almohada mientras dormía. Al día siguiente llamé al servicio de atención a enfermos con coronavirus para comunicar que mi mujer estaba enferma. Me dijeron que permaneciese en casa, que llamarían para conocer su evolución. Sabía lo que tenía que hacer: describir un empeoramiento gradual que le llevaría a una muerte súbita a los pocos días. Vendrían a recoger el cuerpo, no habría autopsia, no habría demasiadas preguntas, un caso desgraciado más.

Mi preocupación era su amante, sus conversaciones a través del teléfono móvil. Lo desbloqueé utilizando su dedo ya inerte. Utilizaban nombres supuestos: Isabel y Diego –me pareció patético que a su edad jugasen a ser los amantes de Teruel–. Yo no tenía nombre, simplemente era “él”. Durante esos días tenía que prestar atención al wasap a todas horas, incluso en el trabajo. Fui espaciando los mensajes de Isabel, enfriando el tono apasionado que usaba, relatando los síntomas de la enfermedad que avanzaba día a día. El agravamiento llegó parejo con los remordimientos. En su último mensaje Isabel abandonaba a Diego, sólo quería superar la enfermedad y volver con su marido al que, ahora se daba cuenta, había amado siempre.

Después de ese último mensaje me sentía francamente bien. Había ejecutado el crimen perfecto, de una forma hábil e inteligente. Y había humillado al amante de mi mujer, a ese Diego Marcilla de pacotilla.

Al día siguiente me mostré desconsolado en la Jefatura: acababan de llevarse el cuerpo de mi mujer, fallecida por la infección. Estaba desecho, pero continuaría trabajando en estos momentos en que éramos más necesarios que nunca.

El que se mostró más conmovido fue mi compañero. Por un lado era normal que se interesase, habíamos sido amigos desde la Academia y llevábamos años trabajando juntos. Pero, por otra parte, comencé a sospechar ante su insistencia en preguntar y repreguntar: parecía que utilizaba la técnica que usamos con los criminales para que se contradigan. Sin embargo, estaba tranquilo; siempre había sido más inteligente que él. Y además, él también tenía algo que ocultar: su traición a un amigo.

Dos días después me encuentro trabajando en mi mesa de despacho. Veo a mi compañero que se dirige hacía mi flanqueado por dos policías de uniforme. En la mano lleva un papel de la compañía telefónica. Como un rayo mi cerebro se abre: ha comprobado que los mensajes de wasap fueron enviados desde la Jefatura, que no pudo enviarlos mi mujer desde casa. Comprobarán el cadáver. ¡Me van a detener!

Zaragoza, 7 de abril de 2020

22 de marzo de 2020

El gato.

Mi editor me pide un nuevo libro. Otro relato de terror. Lo que comenzó como un pasatiempo se ha convertido en un lucrativo negocio. Me parece irónico que alguien que se toma a broma las historias de terror se haya convertido en uno de los escritores más popular del género. Pero, tal vez por esa falta de motivación, mi imaginación está seca. Por eso, he venido a esta casa aislada en la montaña, en la que cuentan que, hace años, apareció una pareja muerta, comida por sus perros. 

Busco soledad para escribir e inspiración para mis relatos. Los ruidos nocturnos: el viento en las viejas ventanas, los crujidos de las vigas de madera, esos sonidos de pisadas en el desván, no me producen desazón, sé que son propios de una casa vieja. No son el revulsivo que busco para mi imaginación, estancada como una negra ciénaga. Lo único que llego a escribir es mi diario. Y, cuando me aburro, acaricio mi gato. 

Mi gato era un pequeño gato gris con unas tenues rayas oscuras que le daban un bonito aspecto atigrado. Cariñoso y apacible, emitía unos maullidos suaves, nada estridentes. Imperceptiblemente al principio, con cambios apreciables de un día para otro después, se fue transformando en un gato grande y fuerte. Las rayas de color gris oscuro progresivamente empezaron a extenderse y ennegrecer hasta transformarlo en un gato de color negro intenso y brillante, como el azabache. Sus ojos también han cambiado desde que estamos en esta casa. Ahora son de color verde frío, me miran interrogadoramente, incluso amenazadoramente cuando me atrevo a tocarlo. Su maullido se ha vuelto ronco, imperioso, como avisándome de que debo hacer su voluntad. Cada día es más hosco y, a veces, agresivo. Muestra sus cada vez más afilados dientes si intento tocar su comida y en alguna ocasión me ha arañado cuando le hago bajar de mi silla. 

Por las noches, especialmente esas noches en que las tormentas descargan lluvia, relámpagos y truenos sobre la vieja casa, cuando más nítidamente se oyen las pisadas en el desván, el gato se coloca junto al último tramo de escalera y maúlla con su voz ronca. Me mira fijamente, como retándome, como diciéndome: ¡sube! 


Empiezo a odiar a este gato. Ya no es un meloso compañero. Se ha convertido en un carcelero que tutela mi vida. Empiezo a maquinar como deshacerme de él. Pero reconozco que me intimidan sus miradas verdes, secas, calculadoras.

Una noche me decido a subir al desván. Meto la libreta en que escribo en el bolsillo y abro la puerta. El gato deja de maullar y desaparece en la oscuridad de la estancia. Enciendo el interruptor. No hay luz. En unos segundos mis ojos son capaces de captar la tenue luminosidad marfileña que la luna arroja sobre el interior a través de un pequeño ventanuco al fondo de la pieza. La contraventana de madera, batida por el viento, produce ese sonido como de pisadas. Doy media vuelta y me dispongo a bajar. Mis pies se enredan con un bulto negro ¡el gato! que se ha interpuesto en mi camino. Pierdo el equilibrio. Caigo por la empinada escalera y oigo un crujido seco. Es mi columna que se ha roto. No siento las piernas ni el brazo izquierdo. No me duele nada, pero no me puedo mover.

El gato me mira con aire orgulloso, su mirada dura es ahora de satisfacción. Sé lo que está pensando: ¡me va a comer! Aunque le cueste semanas, me comerá poco a poco, y cuando muera continuará con su macabra tarea.

Zaragoza, 22 de marzo de 2020.


28 de febrero de 2020

Predestinados.

La Naturaleza es una diosa caprichosa que a veces se divierte haciendo extraños emparejamientos.

Emiliano es un hombre ambicioso, egoísta y permanentemente insatisfecho, nada es suficiente para él. Proviene de una familia humilde. Su padre, un apocado empleado de ferrocarriles, que lo único bueno que hizo en su vida –pensaba Emiliano– fue costear a su hijo, a él, los estudios en una buena universidad. A pesar de su madre: “que se sacase la oposición de auxiliar administrativo”, decía ella.

Por eso, Emiliano quiere, por encima de todo, éxito, poder y dinero, ¡sin límites! Y lo estaba consiguiendo: premio fin de carrera, el economista más prometedor de Madrid, ofertas de conservadores y progresistas para entrar en política. Y lo iba a hacer. Era la forma más rápida de alcanzar su meta. Tan sólo debía decidir con quién, pero sabía que eso daba lo mismo.

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María había tenido una infancia feliz, unos padres sencillos, trabajadores, que se preocupaban por ella. Tenía una vena artística que le llevaba a practicar cualquier rama del arte: música, pintura, escultura, dibujo… Quería tener hijos, educarlos, acompañarlos en sus vidas. Pero había tenido mala suerte hasta ahora. Se había casado muy joven, alocadamente, con un hombre mayor que ella. Resultó ser un resentido, calculador e ingrato, que nunca le dijo una palabra bonita. Sólo críticas a sus “boberías bohemias”. Se divorciaron al poco.
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Emiliano también tiene que tomar otra decisión: su mujer. Sabe que no es la persona apropiada para acompañarle en el camino que se ha fijado. Cuando pensaba en ella, se acordaba de la canción de Sabina: “la falda corta y la lengua larga”. ¡Si! le gustaban sus piernas, pero no la veía desenvolviéndose en el mundo de los poderosos. No entendía que lo principal era la victoria, a cualquier precio, aunque hubiese que sacrificar el orgullo, los amigos, la familia. El mundo era así, inmisericorde con los pobres de espíritu. Ella era tan despreocupada, sus ideas tan errantes…
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María ha vuelto a ser feliz. Se volvió a casar, esta vez con el hombre adecuado 
piensa ella–. Serio y trabajador, pero que busca su compañía, le habla cariñosamente, la valora, le deja hacer a su antojo. Con él se siente mujer, sabe que le gusta mucho, sobre todo cuando se arregla un poco. Y sabe que será un buen padre, preocupado y generoso. Sale de la relojería donde ha entrado para cambiar la pila del reloj y se dirige a su encuentro. Van a comer juntos.
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Es la hora, Emiliano sale de su despacho. Mientras camina, cavila que él necesita otra cosa, una mujer entregada, sumisa, que comparta sus aspiraciones. ¡En fin, ya lo verá! Llega a la puerta del restaurante y ve aproximarse a su mujer. Tiene que reconocer que está guapa con ese vestido nuevo. “Espero que no se haya olvidado de cambiar la pila al reloj” –piensa.

Zaragoza, 28 de febrero de 2020.

20 de febrero de 2020

Angustia.


María dejó el bebé en la cama y se dispuso a abrir las dos cartas que había recogido del buzón. Con manos temblorosas abrió la del Servicio de Salud, el corazón se le disparó y las lágrimas saltaron de sus ojos. Confirmaba lo que, sin saber como, ya sabía: parálisis cerebral. Tenían que hacerle más pruebas, pero nunca llegaría a valerse por sí mismo.

Ella lo sabía desde que se lo entregaron después del parto: tan callado, tan inmóvil. Y sabía que todo había ido mal desde que se puso de parto aquel nefasto jueves, inicio de puente. En el hospital le pusieron una inyección y la mandaron a casa, que volviera el lunes le dijeron. Y ella, ¿qué podía hacer?, nada, hacer caso. Su novio, tan encantador, tan amoroso, se había ido convirtiendo en una persona hosca, hostil, incluso agresiva, durante el embarazo. No quería un hijo. Acabó no queriéndola a ella. Desapareció el mismo día del nacimiento, cuando ella le contó sus temores al ver a su hijo.

Le entró una desazón que no había experimentado nunca. Cuidaría a su hijo, la necesitaba. Trabajaría en lo que fuese. No podía contar con nadie más. Su madre, divorciada, subsistía con trabajos basura, y tenía bastante con su hijo pequeño: dieciséis años, no quería estudiar, enredado con una pandilla de pequeños delincuentes, navajas, peleas, robos, dos veces ante el juez de menores.

Abrió la segunda carta, del ayuntamiento. El contrato de alquiler barato terminaba en dos meses. Una empresa extranjera había comprado el bloque de viviendas sociales y ofrecía a los actuales inquilinos prorrogar los alquileres, pero a precio de mercado, más del doble. María buscó la cartilla del banco. Estaba allí, él no se la había llevado. Novecientos veintisiete euros.

No lloraba, no se quejaba, no se movía, pero chupaba con fruición cuando le daba de mamar. María no tenía mucha leche, le tendría que dar un preparado para lactantes, pero era tan caro…

Si el bebé estuviera bien lo abandonaría en un hospital, en una comisaría o en una iglesia. Tal vez, después, se tiraría desde el puente de la autovía. Pero, ahora su hijo la necesitaba. Su mente volaba sin encontrar una solución.

Zaragoza, 20 de febrero de 2020.

8 de febrero de 2020

Felice.

Felice es teniente coronel del cuerpo de Carabinieri, moreno, alto y fornido. Un observador menos benévolo lo podría describir como gordo. No es muy inteligente, o mejor dicho, utiliza su inteligencia únicamente en aquello que le reporta un beneficio personal, tal como elucubrar maneras de disfrutar más días de permiso, o atribuirse un buen trabajo de sus subordinados, o como ensalzarse él mismo criticando a los demás.


A primera hora, Felice da novedades a su jefe:

- Da su permiso Comandante.

- Pase, Felice, siéntese. Ya le he dicho varias veces que no hace falta que se cuadre como si fuese un cadete.

- Se lo agradezco Comandante. Tantos años en este benemérito Cuerpo dejan su impronta en uno.

Felice se sienta y comienza su informe:

- Ayer se produjo una seria violación de seguridad en este acuartelamiento. La cónyuge del marichalo Sorrino entró sin autorización en un área restringida y tuvo acceso a información sensible.

- Ya lo sé, me lo han contado. La pobre chica buscaba a su marido porque tenía al bebé con fiebre y como no conoce Nápoles no sabía donde ir. Sólo vio unas fotos de camorristas de baja estofa de Secondigliano.

- Copiado, si el Comandante como superior inmediato decide cerrar el caso, yo acato la orden. Simplemente cumplía mi deber, como hago siempre, en observancia de la ordenanza que nos obliga a todos a seguir con lealtad las órdenes de la superioridad, y como el Prefecto está tan preocupado por la seguridad física de las instalaciones…

- Bien Felice, no dudo de sus motivaciones. Lo que sí me preocupa es el tiroteo de ayer en el Rione Sanitá, pudo haber muertos. Eso si entra dentro de sus competencias como jefe de operaciones.

- Comandante, después de encarcelar a los capos de la camorra, los jóvenes delincuentes están sin control. Lo de ayer fue una pelea entre bandas que quieren controlar la zona. Por cierto, yo estaba de permiso. Como me quedan tantos días, tengo que cogerlos antes de que acabe el año. Además de mi servicio a la Patria debo cuidar mi matrimonio.

- Felice, lo que debe hacer es controlar el comercio ilegal de armas. Después de todos los años que lleva en Nápoles tiene que conocer a los vendedores.

- A sus órdenes Comandante, con su permiso voy a impartir las directrices oportunas al maggiore Vincenzo. Yo mañana tengo reconocimiento médico, la semana que viene tengo el curso de actualización y después unos días de permiso.

Felice, satisfecho de sí mismo, sale del despacho y se dirige al bar, a tomar su café ristreto de todas las mañanas.

Zaragoza, 8 de febrero de 2020.

31 de diciembre de 2019

Blanca doble.

Arsenio es un hombre maduro, de estatura mediana y complexión normal, ni gordo ni delgado. Le quedan pocos años para cumplir los cincuenta, pero parece más joven. Su pelo moreno, rizado, largo y bien cuidado le da un aspecto juvenil. Han comenzado a aparecer algunas canas, pero en su caso le proporcionan un aire distinguido.

Al comienzo de este relato, Arsenio era un hombre anodino, reservado y en ocasiones inseguro. Profesor de derecho mercantil en la universidad, le gustaba la vida monótona. Se sentía cómodo en la rutina de clases por la mañana y tardes hogareñas, preparando las clases, leyendo y escuchando música clásica. Después, todo eso cambió.

Su mujer es su única pasión. Después de años de soledad, cuando la conoció, se enamoró perdidamente y ahora no podría vivir sin ella. María Espúñez era divorciada y tenía un hijo pequeño.

La cómoda rutina en que estaba instalado Arsenio se tambaleó una noche cuando recibió un extraño mensaje a través del chat con el que la Facultad de Derecho le obligaba a atender a sus alumnos. Vanesa, una estudiante desconocida hasta entonces, en un mensaje con tintes apasionados, le decía que a pesar de estar matriculada en otra carrera, seguía sus clases, que le gustaban mucho y quería preguntarle alguna cosa, en la cafetería de la universidad, al día siguiente ¿podía ser? Arsenio, le contestó que bien, que a las once tenía un rato. Al fin y al cabo formaba parte de sus obligaciones atender a los alumnos.

Al día siguiente, Arsenio, vestido como siempre: pantalón tipo vaquero, camisa sin marca y jersey de punto, se sorprendió al ver a Vanesa. Una joven escultural que hacía volver la cabeza a todos los hombres y algunas mujeres para mirarla. Pelo rubio, largo hasta la espalda, un jersey apretado que hacía resaltar un busto perfecto, falda a mitad de muslo y zapatos de tacón. Cuando le vio, Vanesa se dirigió a él, le dio un beso en la mejilla, rozó con sus labios exquisitamente pintados los de él en su camino a la otra mejilla y lo cogió de la mano para llevarlo a una mesa libre. Se sentaron. Vanesa no paró de hablar: estaba encantada de conocerlo personalmente, le admiraba muchísimo, era el mejor profesor que había conocido, explicaba estupendamente, tenía prisa y le gustaría volver a hablar con él con más calma. Todo ello mientras le mantenía cogida una mano con las suyas, encima de la mesa, acercando su cara y su pecho hasta casi rozarle. El torbellino terminó tan rápidamente como había empezado. Vanesa se levantó, le dio un nuevo beso cerca de los labios y desapareció de la cafetería. Arsenio apenas había tenido tiempo de decir nada, de preguntarle si quería un café o una caña. Pensó que Vanesa era una joven alocada y no le dio más importancia.

Al otro día, Arsenio recibió un correo electrónico anónimo, con un video de su entrevista con Vanesa. Desde luego no parecía una entrevista profesor-alumna, sino más bien una cita entre dos personas que tenían una relación, podría decirse incluso que intima, con tanto beso y tanta cercanía corporal. Y Arsenio empezó a preocuparse ¿qué querrían de él: el próximo examen, una buena nota?

Durante los días siguientes, Arsenio recibía un mensaje cada noche. Siempre la misma amenaza: se lo mandaré a María. Estaba desesperado, no sabía que hacer. El video era tan comprometedor. ¿Decírselo a su mujer? ¿Y si no le creía?

Un compañero, que le había visto con Vanesa en la cafetería de la universidad, le hacía bromas. Le dijo que la tal Vanesa trabajaba en el “Crazy” un conocido lugar de copas y alterne. Aquella misma noche Arsenio fue al Crazy, pero Vanesa no estaba. Regresó la siguiente, y otra más, hasta que la encontró detrás de la barra:

- Vanesa, quiero hablar contigo.

- Hombre, mi profesor favorito ¿qué te pongo, guapo? Por cierto, lo de Vanesa como te puedes imaginar es mi nombre profesional. –contestó ella.

- ¿Por qué me chantajeas?

Ella dejó de servir copas y se volvió hacía él, mirándolo:

- No sé de qué me hablas. Lo del otro día fue una “performance” que me pagaron bien. Yo soy una “escort” profesional.

Arsenio pensó rápidamente y le dijo:

- Como profesional que eres te pagaré 500 euros si me dices quién te hizo el encargo.

- Bueno. ¡Total!, me voy a Madrid, aquí no hay negocio. ¡Que más me da! Se llama Clara Espúñez ¿la conoces?

Arsenio no respondió, sacó los billetes de la cartera y los puso encima de la barra. Salió del local.

Tenía que haberlo imaginado: su cuñada, la hermana pequeña de María. Le odiaba, disfrutaba haciéndole daño. Ella, solitaria y retraída, que nunca había salido con un hombre, estaba prendada del primer marido de su hermana, quién se la había ganado con su charlatanería superficial y sus agasajos simulados. Le decía a su hermana que tenía que volver con él, que lo mejor para el niño era crecer junto a su padre.

Cogió unos guantes que tenía en el coche y se dirigió a casa de Clara. A esas horas volvía de su carrera diaria por el parque. La esperó en el callejón junto a la entrada de la casa. Al poco la vio, menuda, fibrosa, con su pelo rubio, corto y sudado, y tomó una decisión. Desapasionada y fríamente, pero con la firme convicción de que era la única forma de salvar su matrimonio, estranguló su pequeño cuello hasta que dejó de respirar.

Después, siguió el periodo más feliz de su vida. Su mujer, agradecida por el mimo con que la había tratado después del trágico asesinato de su hermana en un callejón oscuro, se mostraba más enamorada que nunca. Además, no le disgustaba que Arsenio hubiera salido por la noche de vez en cuando, que no fuera tan muermo.

Un tiempo después, Arsenio vuelve a recibir un correo electrónico: Soy Vanesa. He vuelto a Zaragoza. Sé lo de tu cuñada. Necesito dinero. Mañana en el Crazy. Arsenio está vez no siente temor. Incluso se siente risueño. Sabe lo que tiene que hacer. Iría a coger los guantes del coche…

Zaragoza, 31 de diciembre de 2019.