17 de enero de 2022

El Ebro pasa.


El Ebro pasa orgulloso; a veces soberbio, sabiéndose dueño soberano de sus aguas caudalosas, recogidas por afluentes que rinden pleitesía a su señor, quien no reconoce obstáculo a su voluntad; otras veces: enjuto, sosegado, paciente, sabiendo que tras la sequía -tarde o temprano- llegará -otra vez- la abundancia.

Nosotros lo vemos pasar y pensamos que es nuestro, que lo podemos humanizar como si fuera un dios más, y domeñar como si no fuera la propia Naturaleza, altiva y despectiva. Levantamos diques, azudes y muros. Él deja hacer, sabe que el tiempo -ese tiempo que se mide en milenios- es suyo, mientras que nuestros calendarios sólo cuentan los años.

Él dialoga con los cielos, las rocas y los bosques; y discurre indiferente a nuestros afanes. La ambición miope, la ignorancia deliberada, la estupidez autocomplaciente -pretensiones humanas de corto recorrido- no son de su incumbencia. Tampoco le interesan la bondad, la abnegación o la sabiduría, que -aunque bienes más escasos- también adornan a ese género humano apegado a lo inmediato, a lo material y perceptible. Río y humanidad son entes que comparten un espacio común, pero que hablan lenguajes diferentes.

El Ebro pasa arrogante y disciplente, atravesando paisajes efímeros y vidas fugaces.