11 de abril de 2021

Historias de familia.

En 1917, la zaragozana familia Gracia atravesaba por uno de sus mejores momentos. Su fundición batía récords de producción de año en año, gracias a los pedidos que las potencias europeas demandaban a la neutral España para alimentar la Gran Guerra.

Pero la satisfacción de Buenaventura, patriarca de los Gracia, se veía ensombrecida por la falta de un hijo que tomase el relevo. Tenía dos hijas: Isidora, una joven de veinte años, guapa y cariñosa, pero con fuerte carácter e ideas propias a pesar de su esmerada educación en un colegio religioso –de donde habría sacado esas ideas sobre la emancipación de la mujer, se preguntaba Buenaventura–; todo lo contrario de su hermana menor, que era sumisa y religiosa, como su madre Benilde. No era agraciada, pero el patrimonio familiar podía compensar eso.

Buenaventura se había asociado con míster Klein, un ingeniero alemán que había llegado en mayo del año anterior con el grupo de los 347 alemanes que escogieron Zaragoza como punto de destino, después de haber tenido que abandonar Camerún ante la exitosa ofensiva franco-británica en África. Varios miles de colonos alemanes buscaron refugio en la Guinea española y fueron acogidos como refugiados por el Gobierno español, distribuyéndose por varias ciudades. Los recelosos alemanes fueron calurosamente recibidos por los españoles, y muchos de ellos, en lugar de volver a su país arruinado y derrotado en la guerra, se casaron y echaron raíces en su nueva patria de acogida. La colonia germana de Zaragoza pronto arraigó en la ciudad, y sus miembros se integraron en los afanes industriales, comerciales y financieros. Establecieron el Colegio Alemán –primer colegio bilingüe– y promocionaron el novedoso deporte del futbol. Los Schneider proporcionaron su fórmula original para las cervezas de La Zaragozana; los Kurtz hacían autentica salchichas alemanas. Otros establecieron prósperos negocios: el Tinte de los Alemanes, guantes Schoeman…



Herman, el hijo de míster Klein, era un joven despreocupado, alto y atlético, pelo rubio y ojos claros. No es de extrañar que causara una gran impresión en la soñadora Isidora, quién cayó rendida ante sus encantos. Unos meses después de conocerse, Herman, embargado por su idealismo juvenil y desoyendo los consejos de su padre, marchó a Alemania para alistarse y combatir en la guerra que libraba su país, dejando a Isidora embarazada.

Buenaventura, acostumbrado a tomar decisiones difíciles, reunió a su mujer y a su hija mayor en conclave familiar. Cerró la pesada puerta de madera labrada del salón y avanzó unos pasos para aproximarse a Benilde e Isidora. La primera, sentada en el extremo de un canapé, encogida, con el pañuelo en la mano, lloriqueaba, suspiraba y rezaba, únicas acciones que era capaz de desarrollar desde que se había enterado de la preñez de su hija. Isidora, en el otro extremo, se mantenía alerta, sabía que estaba en juego su futuro y no iba a aceptar que se decidiese sin contar con ella. Buenaventura, de píe, una mano en el bolsillo del chaleco, la otra tocando la leontina del reloj, comenzó a hablar con aire grave:

‒ Isidora, eres una ingrata que has traído la deshonra a esta familia. Ahora lo único que se puede hacer es salvar las apariencias. Te casaras con Laureano, trabaja en Administración y se ha hecho indispensable para el buen funcionamiento de la fundición. Es humilde, pero un trabajador duro y ambicioso. Estoy seguro que accederá encantado a entrar en la familia, a pesar de que tenga que cargar con un hijo que no es suyo. Además, yo necesito un sucesor; dentro de unos años tendré que empezar a transferir la dirección del negocio.

‒ Padre. Sé quién es Laureano, y como me mira. También estaría encantado de casarse con mi hermana. Lo único que le importa es nuestro dinero. Y ¡No, no me voy a casar con él! Voy a esperar que regrese Herman y se haga cargo de su hijo y de mí –contesto ella, con resolución.

‒ Esto no es negociable, te tienes que casar inmediatamente, antes de que nazca esa criatura. Hazme caso o abandona esta casa. –Buenaventura, furioso se dio la vuelta y salió del salón entre los sollozos sincopados de su mujer.

Isidora se mantuvo firme, su hija nació mientras esperaba el regreso de su amor. Pero Herman fue uno de los miles de soldados que murieron en los campos verdes cuajados de rojas amapolas de Europa central. Míster Klein se hizo cargo de Isidora y su pequeña, a la que llamaron Erika. Al finalizar la guerra, las mandó a Berlín, donde residía el resto de la familia. Isidora no se casó, dedicó su vida a su hija y a luchar por la igualdad de la mujer.

Erika, veintisiete años, fue una de las 100 000 mujeres y niñas violadas en Berlín por los soldados soviéticos que en 1945 entraron en la ciudad como conquistadores –no como liberadores– e hicieron a los civiles blanco de su venganza. Erika fue violada por un grupo de soldados y tuvo una hija: Jana.

Jana apenas tenía dieciséis años cuando, en la noche del 12 al 13 de agosto de 1961, sin previo aviso, se construyó el “Muro de Protección Antifascista” para proteger a la población de la República Democrática Alemana de los “elementos fascistas que conspiraban para impedir la voluntad popular”.

El muro impidió a Jana, alta y esbelta, melena rubia y ojos claros como su abuelo, vivir su primer romance con Erik, dos años mayor que ella, espigado, rubio, fornido, vaqueros y sudadera del Bayern de Múnich. El muro fue erigido en la calle que separaba sus casas, quedando el portal de Jana en la zona Este y el de Erik en la Oeste. Jana no entendía de política, tan sólo quería vivir su amor –ése amor adolescente que duele como una barra de hierro fundido atravesando el corazón– con libertad, pasear por su ciudad con Erik, cogidos de la mano, beber una cerveza o un café, o tomar un helado, sin fronteras ni odios.

Su compañero Peter Fechter le decía: “la alambrada solo es un trozo de metal, algo que nunca puede detener tus ansias de volar”; fue tiroteado por las Tropas de Frontera cuando intentó cruzar el muro el 17 de agosto de 1962 y agonizó desangrado a la vista de los medios de prensa occidentales.

Jana miraba desde la ventana de su habitación y, a través de la alambrada, veía la ventana de Erik, algunas veces su silueta, y pensaba que un día ella también saltaría el muro.

1 de abril de 2021

Armando.


Me llamo Armando, tengo setenta años y muchas cosas de las que arrepentirme. Pero no quiero añadir una más a esa larga lista de vilezas: la de la mentira. Porque mentiría si dijera que me arrepiento. Sé que volvería a hacer todo lo que hice. Todo menos una cosa: perder el cariño y el respeto de mi hija.


En mi juventud había grandes oportunidades para hombres audaces y poco escrupulosos, y yo, nacido en 1841, en una humilde familia del Raval de Barcelona, las aproveché. Con dieciséis años me embarqué con los hermanos Joan y Pere Mas Roig que capitaneaban barcos que transportaban esclavos desde África a Brasil y Cuba. Era una actividad peligrosa, pues los tratados internacionales prohibían el comercio de esclavos desde principios del siglo XIX, pero muy lucrativa para todos los que tomábamos parte en ella. Tres de cada cuatro barcos negreros que iban a Cuba estaban comandados por capitanes catalanes y el negocio duró hasta los años ochenta. Tuve la ocasión de darme a conocer en la comunidad de propietarios y capitanes de barco –gran parte de ellos matriculados en Barcelona– y grandes empresarios implicados en el fabuloso negocio de la trata de negros.

Más adelante, el anarquismo se convirtió en el principal problema de la burguesía industrial. En 1870 tuvo lugar el Congreso Obrero de Barcelona que reunió delegados de unas 150 organizaciones obreras y contó con miles de observadores. Fue el pistoletazo de salida para la violencia ácrata. Entre junio de 1884 y mayo de 1890 se produjeron en Barcelona unos 25 atentados con bomba. Dejé de embarcarme y me dediqué a la protección de los grandes patronos manufactureros, sus familias y sus propiedades. Igualmente, había que amedrentar a los líderes sindicales y hacerles probar su propia medicina. La violencia también proporcionaba pingües beneficios.

Los burgueses me postergaban por mi oscuro pasado, pero no le hacían asco a mi dinero. Cuando surgió la idea de hacer una Exposición Universal, allí estaba yo, junto al alcalde Francisco de Paula Rius y Taulet y su Comité de los Ocho: el grupo de empresarios de la ciudad que corrieron con la organización del evento. La Exposición Universal de Barcelona de 1888 fue un éxito, participaron un total de 22 países de todo el mundo, y más de dos millones de visitantes. Mi patrimonio, que había puesto a disposición de los Ocho, se vio multiplicado. Ya no tuve que trabajar para otros, me convertí en un magnate financiero y comercial. Hice construir una casa de estilo modernista en el Paseo de Gracia, al igual que otros miembros de la alta burguesía.

Pero el éxito social no se vio acompañado por el sentimental. Mi primera mujer falleció de tuberculosis. Mis continuos viajes me impidieron cuidar de ella. Debía elegir entre ella y el trabajo, y elegí el trabajo. Me volví a casar en 1885. Era una mujer delicada, tal vez demasiado para mí. Llegó a avergonzarse de mi pasado y mis oscuros negocios, y se fue marchitando ante mi indiferencia. Yo podía tener sin esfuerzo las mujeres que quisiera. Pero me dio lo único que he querido en la vida: una hija. Intenté apartarla del mundo desalmado y perverso en el que yo vivía y la mandé a exclusivos internados de Francia y Suiza. También la aparté de su madre, no quise que asistiese a su lenta agonía, internada en un hospital psiquiátrico. Ahora es feliz, está casada con un modesto profesor y es escritora. Tiene dos hijos, mis nietos, que son la única ilusión que me queda.

Mi hija ha puesto una condición si quiero verlos: que renuncie a la riqueza que he amasado con el dolor, la muerte y la extorsión. Me dice que tengo un sitio en su casa, que puedo ver crecer a mis nietos si repudio lo que he sido, porque si no les contaminaré también a ellos, les haré unos desgraciados. Que mi dinero está manchado de sangre y degrada a quien se aproxima a él.

Así es que esta tarde, como ayer, he ido al renovado Gran Hotel de la Rabassada [1] de San Cugat del Vallés, donde han abierto un casino y una zona de atracciones. No me gusta el juego, pero he ido con mi talonario de cheques dispuesto a perder mi patrimonio en la ruleta y las cartas. Y no lo he conseguido, parece que el destino quiere burlarse cruelmente de mí. Cuanto más alocadamente jugaba, más ganaba. La suerte que me ha favorecido durante toda mi vida no quiere separarse de mí y, amarga ironía, es la causa de mi desdicha.

Es noche cerrada, he mandado a mi mayordomo a dormir. Sentado a la mesa de mi escritorio, aun vestido con el frac que he llevado en el casino, escribo estas líneas tan sólo para mí, para recordar quien he sido y pensar en lo que voy a hacer. Creo que la fortuna me recompensa sarcásticamente por el mal que he hecho en mi vida.

Armando saca de un cajón de la escribanía una caja de caoba, la pone junto al sombrero de copa que había dejado sobre la mesa y la abre lentamente. Saca el viejo revolver de su juventud e introduce un único proyectil. Ajusta el tambor para enfrentar el proyectil con el percutor y coloca el cañón del arma sobre su sien derecha, presiona fuertemente la boca del cañón contra su piel y aprieta el gatillo con decisión.


[1] El Casino y Gran Hotel de la Rabassada fue un casino, hotel y restaurante situado en la carretera de la Rabassada, en el término de San Cugat del Vallés, Barcelona. En 1899 se construyó el Gran Hotel de la Rabassada, que se amplió en 1911 con la construcción de un casino, proyectado por el arquitecto Andreu Audet i Puig, y una zona de atracciones.