22 de noviembre de 2019

Un viajero insólito.

Estoy llegando a León. Ayer pasé por el centro geográfico del Camino de Santiago Francés. Como no puedo permitirme pagar tres euros, en el Santuario de Santa María la Peregrina de Sahagún no me dieron la media compostelana que acredita haber alcanzado la mitad del camino.

Gracias a un peregrino que me pagó el albergue en el Burgo Ranero –como indica su nombre, un pequeño pueblo que sólo cuenta con lagunas llenas de ranas–, por la tarde pude darme una ducha y dormir en cama. No quiero ser desagradecido, pero mejor me hubiera venido una cerveza y un filete con patatas fritas –como añoro un buen entrecot–. Con las monedas que me dio –todo lo que llevaba en el bolsillo, dijo– sólo alcanzaba para un café. A dormir al raso ya me he acostumbrado.

Hoy creo que tengo fiebre. He parado en Mansilla de las Mulas y voy a pasar la noche bajo el puente sobre el rio Esla. Me han dado un bocadillo de chorizo y una manzana. Y, ¡agua de la fuente! Llega octubre y las noches empiezan a ser frías.

Algunos hacen el Camino embargados por un sentimiento religioso, otros con espíritu deportivo o como una aventura cultural, o siguiendo los pasos de la historia en busca de sí mismos. Pero mi caso tal vez sea único, yo viajo porque no tengo nada más que hacer. Iré a darle un abrazo a la imagen del apóstol Santiago y luego desandaré el camino y volveré de nuevo a Santiago, y luego… ¿quién sabe?

Quedan cinco meses para que alcance la edad de jubilación y me empiecen a pasar la pensión. Hasta entonces, no tengo nada. Lo puesto, y una mochila con dos mudas y un chaquetón. También guardo, doblada con mucho cuidado, una copia plastificada de la entrevista, a doble página, que me hizo El País cuando era profesor de Sociología en la Universidad de Deusto. Muestro con orgullo, a todo aquel que me quiere escuchar, mi fotografía a color en la segunda página. Un atisbo de mi vida pasada. Un recuerdo de lo que fui y de lo que perdí después de enfrentarme con un decano arrogante con sus subordinados pero sumiso con los poderosos, y de un divorcio desgraciado en el que mi altivez desdeñosa fue castigada por el juez con una orden de alejamiento.

Ahora, tengo frío. La fiebre sube. Dejo de escribir. No sé si voy a resistir el invierno. No sé si llegaré a cumplir los sesenta y cinco.

Zaragoza, 22 de noviembre de 2019.