16 de octubre de 2020

Ucronía con Rosa.

¡Muerte al tirano!, con ese grito terminó la reunión en la que un reducido grupo de patriotas ultimó los detalles del atentado.

Tendría lugar el 15 de agosto de 1811, cumpleaños de Napoleón. José I Bonaparte, después de la celebración oficial de la onomástica en la casa de Correos, se dirigiría al Palacio Real por la calle Mayor, como hacía habitualmente. Salustiano Dalp, subteniente de Artillería, sería el encargado de lanzar la bomba desde el balcón del tercer piso del número 88, la casa de su cuñada. Después, el resto intentarían provocar un levantamiento popular contra el ocupante francés como el que había tenido lugar tres años antes.

La situación era desesperada. Tras la derrota del Cuarto Ejército del duque de Alburquerque en Cádiz el año anterior, la toma de la ciudad y el ajusticiamiento de los cinco miembros del Consejo de Regencia, y de muchas de las figuras más destacadas del reino que habían constituido las Cortes que elaboraban la primera Constitución española, Fernando VII -el rey deseado- y su familia habían muerto en su residencia de Valençay, al sur de París. Un trágico incendio decían desde el bando afrancesado, pero todos sabían que la larga mano de Napoleón estaba detrás.

La resistencia en España había acabado. José Bonaparte reinaba con mano de hierro. Con la retaguardia cubierta, su hermano, el emperador, había desembarcado en Inglaterra y sometido Londres y Cardiff. Europa era francesa. Rusia tendría que aceptarlo y firmar la paz con Napoleón, quién había reconsiderado su idea de invadirla: ya no sería necesario.

Salustiano era el único que podía ejecutar la acción. Mientras estuvo destinado en el Parque de Artillería de Monteleón a las órdenes de Luis Daoiz, había ideado una bomba de mano rodeada de resaltes de fulminato de mercurio que explotaban por impacto. Tenía un par de bombas que disimularía en un ramo de flores y arrojaría al paso de la comitiva real.

Durante los últimos meses se había entregado en cuerpo y alma a conspirar contra los ocupantes y aquellos que les apoyaban a cambio de honores y prebendas. Salía y entraba en casa sin avisar, se encerraba en el sótano para preparar las bombas, sin prestar atención a Rosa, con quién se había casado tres años antes. Además, tenía que cuidar a Clara, la mujer de su hermano, fusilado en la montaña de Príncipe Pio los primeros días de mayo de 1808. Clara había tenido un hijo póstumo de su hermano y se encontraba sola, su único sostén era Salustiano.

Rosa, se sentía sola, ni siquiera tenía un bebé al que cuidar. Era lo que más deseaba. Aunque cuando lo pensaba bien, lo que más deseaba era que su marido la tratase como lo hacía al principio, que no pasase tanto tiempo con Clara. ¿Habría algo entre ellos? No quería pensarlo, pero la duda le corroía el alma.

La mañana del 15 de agosto, Salustiano salió de casa y dio varias vueltas, yendo y volviendo, para asegurarse de que no le seguían. Ya había detectado que en ocasiones le ponían vigilancia. Recogió el ramo de flores con las bombas en una portería cercana a la casa de Clara, tal como habían planeado, y se dirigió hacia allí. Había avisado a Clara para que ese día cogiese a su hijo y se fueran a casa de una amiga.

Cuando entró en el portal vio una silueta junto a la garita del portero. Pensó que era la policía, que le habían delatado y lo iban a detener. Vendería cara su vida: usaría las bombas que llevaba. Respiró aliviado cuando vio que la pequeña figura que salía de la sombra era la de Rosa:

-- Rosa, ¿qué haces aquí?

-- No aguantaba más. Quería saber si es verdad que me traicionas con Clara. Ya veo que a ella le traes flores, mientras que conmigo ni siquiera hablas –dijo.

Rosa sacó del bolso la pequeña pistola que él le había dado para defenderse en caso necesario, y perturbada por los celos disparó, alcanzando a Salustiano en el vientre.

-- Rosa, ¡me has matado! Ahora ayúdame. Sube conmigo y ayúdame a abrir la puerta de la casa. Abre el balcón y vete. Mi muerte no será inútil, voy a hacer lo que vine a hacer.

En la calle ya se oían los cascos de los caballos de los húsares de escolta. Salustiano vio que el carruaje real se acercaba. Dio un beso a Rosa. Le dijo: “Eres la única mujer que he amado”. Y saltó por el balcón con el ramo de flores en la mano.



Báguena, 16 Octubre 2020.

1 de octubre de 2020

Vida de velador.

Lo veo cada vez que salgo de casa. Sentado en la terraza de la Carbonera, el bar que está junto al portal. Es alto, hombros anchos, voz potente que se oye a varios metros de distancia. Está siempre allí, desde que abren a las nueve de la mañana hasta las ocho o las nueve de la tarde, menos el rato de la comida. Siempre con una cerveza a medias –excepto a primera hora, que toma café– y un cigarrillo humeante entre los dedos. No es muy mayor, pero debe estar prejubilado o tener alguna pensión por invalidez.

Cada vez que voy a por el pan o tengo que ir a las tiendas del barrio alcanzó a escuchar algo de lo que dice. Habla con cualquiera que se siente en las mesas de al lado, o con los camareros. A veces, alguno de los conocidos que ha hecho durante las largas horas de velador se sienta con él. Hablan del tiempo: “Mañana empieza el cierzo y tendremos que entrar dentro”; de política: “Yo voto a los del P… –el ruido del autobús que acaba de llegar a la parada no me permite escuchar más–…roban menos, pero son todos iguales”, o de cualquier tema de actualidad: “Qué follón ayer con los del Gran Hermano”; “El coronavirus viene de China”… Otras veces –voz grave–, habla por el móvil: “Aquí estoy, pasando el verano, cogiendo moreno de Carbonera”.

Y así he ido conociendo su vida. El día que pasó un muchacho con una camiseta del Asador el Sarmiento: “Pues anda que no he preparado yo caracoles en el Sarmiento”. Otro día, a la camarera: “Toda la vida trabajando, sábados y domingos incluidos, muchos días más de diez horas, y después te queda una pensión de miseria”.

Un día lo veo serio, sentado con un joven que es su propia imagen con cuarenta años menos. Ralentizo el paso, saco el móvil y hago como que lo miro:

-- Sois unos cabrones. Desde que murió vuestra madre no venís por casa. Claro, como ya no está para haceros la comida. Voy a vender el piso y me lo gasto en cervezas. No vais a ver un euro.

Conmigo también charla:

-- Te veo muchos días por aquí.

-- Es que vivo en el portal de al lado –digo.

-- ¡Joder que suerte! Ya me gustaría a mí. Cuando quieras echamos unas cañas –me contesta.

Con la llegada del invierno, los días en que se monta la terraza son cada vez más escasos. Lo he visto algún día: más flaco, menos dicharachero, mirando fijamente como se consume el cigarrillo. Finalmente dejo de verlo. Tengo que preguntar a su hijo –pienso.

Zaragoza, 1 de octubre 2020.