22 de marzo de 2020

El gato.

Mi editor me pide un nuevo libro. Otro relato de terror. Lo que comenzó como un pasatiempo se ha convertido en un lucrativo negocio. Me parece irónico que alguien que se toma a broma las historias de terror se haya convertido en uno de los escritores más popular del género. Pero, tal vez por esa falta de motivación, mi imaginación está seca. Por eso, he venido a esta casa aislada en la montaña, en la que cuentan que, hace años, apareció una pareja muerta, comida por sus perros. 

Busco soledad para escribir e inspiración para mis relatos. Los ruidos nocturnos: el viento en las viejas ventanas, los crujidos de las vigas de madera, esos sonidos de pisadas en el desván, no me producen desazón, sé que son propios de una casa vieja. No son el revulsivo que busco para mi imaginación, estancada como una negra ciénaga. Lo único que llego a escribir es mi diario. Y, cuando me aburro, acaricio mi gato. 

Mi gato era un pequeño gato gris con unas tenues rayas oscuras que le daban un bonito aspecto atigrado. Cariñoso y apacible, emitía unos maullidos suaves, nada estridentes. Imperceptiblemente al principio, con cambios apreciables de un día para otro después, se fue transformando en un gato grande y fuerte. Las rayas de color gris oscuro progresivamente empezaron a extenderse y ennegrecer hasta transformarlo en un gato de color negro intenso y brillante, como el azabache. Sus ojos también han cambiado desde que estamos en esta casa. Ahora son de color verde frío, me miran interrogadoramente, incluso amenazadoramente cuando me atrevo a tocarlo. Su maullido se ha vuelto ronco, imperioso, como avisándome de que debo hacer su voluntad. Cada día es más hosco y, a veces, agresivo. Muestra sus cada vez más afilados dientes si intento tocar su comida y en alguna ocasión me ha arañado cuando le hago bajar de mi silla. 

Por las noches, especialmente esas noches en que las tormentas descargan lluvia, relámpagos y truenos sobre la vieja casa, cuando más nítidamente se oyen las pisadas en el desván, el gato se coloca junto al último tramo de escalera y maúlla con su voz ronca. Me mira fijamente, como retándome, como diciéndome: ¡sube! 


Empiezo a odiar a este gato. Ya no es un meloso compañero. Se ha convertido en un carcelero que tutela mi vida. Empiezo a maquinar como deshacerme de él. Pero reconozco que me intimidan sus miradas verdes, secas, calculadoras.

Una noche me decido a subir al desván. Meto la libreta en que escribo en el bolsillo y abro la puerta. El gato deja de maullar y desaparece en la oscuridad de la estancia. Enciendo el interruptor. No hay luz. En unos segundos mis ojos son capaces de captar la tenue luminosidad marfileña que la luna arroja sobre el interior a través de un pequeño ventanuco al fondo de la pieza. La contraventana de madera, batida por el viento, produce ese sonido como de pisadas. Doy media vuelta y me dispongo a bajar. Mis pies se enredan con un bulto negro ¡el gato! que se ha interpuesto en mi camino. Pierdo el equilibrio. Caigo por la empinada escalera y oigo un crujido seco. Es mi columna que se ha roto. No siento las piernas ni el brazo izquierdo. No me duele nada, pero no me puedo mover.

El gato me mira con aire orgulloso, su mirada dura es ahora de satisfacción. Sé lo que está pensando: ¡me va a comer! Aunque le cueste semanas, me comerá poco a poco, y cuando muera continuará con su macabra tarea.

Zaragoza, 22 de marzo de 2020.