31 de diciembre de 2019

Blanca doble.

Arsenio es un hombre maduro, de estatura mediana y complexión normal, ni gordo ni delgado. Le quedan pocos años para cumplir los cincuenta, pero parece más joven. Su pelo moreno, rizado, largo y bien cuidado le da un aspecto juvenil. Han comenzado a aparecer algunas canas, pero en su caso le proporcionan un aire distinguido.

Al comienzo de este relato, Arsenio era un hombre anodino, reservado y en ocasiones inseguro. Profesor de derecho mercantil en la universidad, le gustaba la vida monótona. Se sentía cómodo en la rutina de clases por la mañana y tardes hogareñas, preparando las clases, leyendo y escuchando música clásica. Después, todo eso cambió.

Su mujer es su única pasión. Después de años de soledad, cuando la conoció, se enamoró perdidamente y ahora no podría vivir sin ella. María Espúñez era divorciada y tenía un hijo pequeño.

La cómoda rutina en que estaba instalado Arsenio se tambaleó una noche cuando recibió un extraño mensaje a través del chat con el que la Facultad de Derecho le obligaba a atender a sus alumnos. Vanesa, una estudiante desconocida hasta entonces, en un mensaje con tintes apasionados, le decía que a pesar de estar matriculada en otra carrera, seguía sus clases, que le gustaban mucho y quería preguntarle alguna cosa, en la cafetería de la universidad, al día siguiente ¿podía ser? Arsenio, le contestó que bien, que a las once tenía un rato. Al fin y al cabo formaba parte de sus obligaciones atender a los alumnos.

Al día siguiente, Arsenio, vestido como siempre: pantalón tipo vaquero, camisa sin marca y jersey de punto, se sorprendió al ver a Vanesa. Una joven escultural que hacía volver la cabeza a todos los hombres y algunas mujeres para mirarla. Pelo rubio, largo hasta la espalda, un jersey apretado que hacía resaltar un busto perfecto, falda a mitad de muslo y zapatos de tacón. Cuando le vio, Vanesa se dirigió a él, le dio un beso en la mejilla, rozó con sus labios exquisitamente pintados los de él en su camino a la otra mejilla y lo cogió de la mano para llevarlo a una mesa libre. Se sentaron. Vanesa no paró de hablar: estaba encantada de conocerlo personalmente, le admiraba muchísimo, era el mejor profesor que había conocido, explicaba estupendamente, tenía prisa y le gustaría volver a hablar con él con más calma. Todo ello mientras le mantenía cogida una mano con las suyas, encima de la mesa, acercando su cara y su pecho hasta casi rozarle. El torbellino terminó tan rápidamente como había empezado. Vanesa se levantó, le dio un nuevo beso cerca de los labios y desapareció de la cafetería. Arsenio apenas había tenido tiempo de decir nada, de preguntarle si quería un café o una caña. Pensó que Vanesa era una joven alocada y no le dio más importancia.

Al otro día, Arsenio recibió un correo electrónico anónimo, con un video de su entrevista con Vanesa. Desde luego no parecía una entrevista profesor-alumna, sino más bien una cita entre dos personas que tenían una relación, podría decirse incluso que intima, con tanto beso y tanta cercanía corporal. Y Arsenio empezó a preocuparse ¿qué querrían de él: el próximo examen, una buena nota?

Durante los días siguientes, Arsenio recibía un mensaje cada noche. Siempre la misma amenaza: se lo mandaré a María. Estaba desesperado, no sabía que hacer. El video era tan comprometedor. ¿Decírselo a su mujer? ¿Y si no le creía?

Un compañero, que le había visto con Vanesa en la cafetería de la universidad, le hacía bromas. Le dijo que la tal Vanesa trabajaba en el “Crazy” un conocido lugar de copas y alterne. Aquella misma noche Arsenio fue al Crazy, pero Vanesa no estaba. Regresó la siguiente, y otra más, hasta que la encontró detrás de la barra:

- Vanesa, quiero hablar contigo.

- Hombre, mi profesor favorito ¿qué te pongo, guapo? Por cierto, lo de Vanesa como te puedes imaginar es mi nombre profesional. –contestó ella.

- ¿Por qué me chantajeas?

Ella dejó de servir copas y se volvió hacía él, mirándolo:

- No sé de qué me hablas. Lo del otro día fue una “performance” que me pagaron bien. Yo soy una “escort” profesional.

Arsenio pensó rápidamente y le dijo:

- Como profesional que eres te pagaré 500 euros si me dices quién te hizo el encargo.

- Bueno. ¡Total!, me voy a Madrid, aquí no hay negocio. ¡Que más me da! Se llama Clara Espúñez ¿la conoces?

Arsenio no respondió, sacó los billetes de la cartera y los puso encima de la barra. Salió del local.

Tenía que haberlo imaginado: su cuñada, la hermana pequeña de María. Le odiaba, disfrutaba haciéndole daño. Ella, solitaria y retraída, que nunca había salido con un hombre, estaba prendada del primer marido de su hermana, quién se la había ganado con su charlatanería superficial y sus agasajos simulados. Le decía a su hermana que tenía que volver con él, que lo mejor para el niño era crecer junto a su padre.

Cogió unos guantes que tenía en el coche y se dirigió a casa de Clara. A esas horas volvía de su carrera diaria por el parque. La esperó en el callejón junto a la entrada de la casa. Al poco la vio, menuda, fibrosa, con su pelo rubio, corto y sudado, y tomó una decisión. Desapasionada y fríamente, pero con la firme convicción de que era la única forma de salvar su matrimonio, estranguló su pequeño cuello hasta que dejó de respirar.

Después, siguió el periodo más feliz de su vida. Su mujer, agradecida por el mimo con que la había tratado después del trágico asesinato de su hermana en un callejón oscuro, se mostraba más enamorada que nunca. Además, no le disgustaba que Arsenio hubiera salido por la noche de vez en cuando, que no fuera tan muermo.

Un tiempo después, Arsenio vuelve a recibir un correo electrónico: Soy Vanesa. He vuelto a Zaragoza. Sé lo de tu cuñada. Necesito dinero. Mañana en el Crazy. Arsenio está vez no siente temor. Incluso se siente risueño. Sabe lo que tiene que hacer. Iría a coger los guantes del coche…

Zaragoza, 31 de diciembre de 2019.

22 de noviembre de 2019

Un viajero insólito.

Estoy llegando a León. Ayer pasé por el centro geográfico del Camino de Santiago Francés. Como no puedo permitirme pagar tres euros, en el Santuario de Santa María la Peregrina de Sahagún no me dieron la media compostelana que acredita haber alcanzado la mitad del camino.

Gracias a un peregrino que me pagó el albergue en el Burgo Ranero –como indica su nombre, un pequeño pueblo que sólo cuenta con lagunas llenas de ranas–, por la tarde pude darme una ducha y dormir en cama. No quiero ser desagradecido, pero mejor me hubiera venido una cerveza y un filete con patatas fritas –como añoro un buen entrecot–. Con las monedas que me dio –todo lo que llevaba en el bolsillo, dijo– sólo alcanzaba para un café. A dormir al raso ya me he acostumbrado.

Hoy creo que tengo fiebre. He parado en Mansilla de las Mulas y voy a pasar la noche bajo el puente sobre el rio Esla. Me han dado un bocadillo de chorizo y una manzana. Y, ¡agua de la fuente! Llega octubre y las noches empiezan a ser frías.

Algunos hacen el Camino embargados por un sentimiento religioso, otros con espíritu deportivo o como una aventura cultural, o siguiendo los pasos de la historia en busca de sí mismos. Pero mi caso tal vez sea único, yo viajo porque no tengo nada más que hacer. Iré a darle un abrazo a la imagen del apóstol Santiago y luego desandaré el camino y volveré de nuevo a Santiago, y luego… ¿quién sabe?

Quedan cinco meses para que alcance la edad de jubilación y me empiecen a pasar la pensión. Hasta entonces, no tengo nada. Lo puesto, y una mochila con dos mudas y un chaquetón. También guardo, doblada con mucho cuidado, una copia plastificada de la entrevista, a doble página, que me hizo El País cuando era profesor de Sociología en la Universidad de Deusto. Muestro con orgullo, a todo aquel que me quiere escuchar, mi fotografía a color en la segunda página. Un atisbo de mi vida pasada. Un recuerdo de lo que fui y de lo que perdí después de enfrentarme con un decano arrogante con sus subordinados pero sumiso con los poderosos, y de un divorcio desgraciado en el que mi altivez desdeñosa fue castigada por el juez con una orden de alejamiento.

Ahora, tengo frío. La fiebre sube. Dejo de escribir. No sé si voy a resistir el invierno. No sé si llegaré a cumplir los sesenta y cinco.

Zaragoza, 22 de noviembre de 2019.

25 de octubre de 2019

Ellos.

Coges la maleta y abandonas la casa. Has tomado la decisión después de la llamada de Andrea diciéndote que tiene cena de empresa. Has metido tu ropa en la maleta y has salido a la calle. Te sientas en una cafetería, pides una tónica e intentas poner en orden tus ideas.

Piensas que tu matrimonio se ha convertido en una farsa. Cuando os conocisteis, te gustaba mucho, con su porte desenvuelto, su pelo oscuro rizado, su forma elegante de vestir. Os casasteis muy jóvenes. Cuando supiste que Andrea no podía tener hijos no le diste demasiada importancia, pero ahora se te van los ojos cuando ves un bebé. Te gustaría tener hijos. Poco a poco, el trabajo se ha convertido en tu única razón de vivir. Tienes éxito en tu profesión, pero necesitas libertad para salir al extranjero y continuar ascendiendo. Sin embargo, Andrea no quiere renunciar a su modesto empleo. Has tenido alguna aventura ocasional e imaginas que Andrea, con ese carácter tan extrovertido, también. No le quieres dar mayor importancia. Os habéis convertido en una pareja que comparte silencios y soledades. Los dos necesitáis un cambio. Por eso te sientas en esa cafetería, con la maleta junto a ti, pensando que hacer. Puedes ir a casa de tu madre. Es muy mayor y la reciente muerte de tu padre le ha afectado mucho. Esto sería un duro golpe para ella. Quizás no pueda soportarlo.

Miras el reloj. Son las nueve, han pasado casi dos horas. Tu impulso inicial de romper con todo se diluye. El cansancio provocado por la tensión y una larga jornada de trabajo se apodera de ti. Coges la maleta, cruzas la calle y vuelves a casa. Andrea no se enterará de tu arrebato.

Al poco llega Andrea, te besa distraídamente y te habla con ese acento italiano que no ha perdido a pesar de los años:

- ‘Ciao bella’. He venido en cuanto he podido. Me pareció que no te hacía gracia lo de la cena. Tienes razón, son unos pesados y para lo que me pagan no sé porque tengo que echar tantas horas.

Zaragoza, 25 de octubre de 2019.

23 de octubre de 2019

Democracia+

Democracia mejorada.

Soy de los que opinan que la Democracia es un sistema político imperfecto, fácilmente manipulable por demagogos que lo utilizan en su propio beneficio. Pero también creo que el resto de sistemas políticos conocidos son aún más imperfectos y más fácilmente doblegables por el interés particular de unos pocos frente al interés general.

Pienso, también, que una de las fortalezas de la Democracia es su flexibilidad, su capacidad de adaptarse a los cambios sociales y a las necesidades de cada época. Y, es por ello, por lo que escribo estas líneas, para exponer algunas ideas personales sobre como se podrían corregir algunas de las, a mi juicio, imperfecciones de los regímenes democráticos actuales.

¿Un hombre / Una mujer, un voto?
Siempre me ha producido cierta desazón intelectual este principio. ¿Tiene el mismo valor a la hora de elegir a los gobernantes –y por lo tanto el gobierno del interés común– la opinión de un joven inexperto de 18 años que la de una persona madura, formada, y que ha demostrado ser un buen ciudadano a lo largo de su vida? ¿Es igual el voto de un delincuente o un ser antisocial que el de una persona respetuosa con los demás y cumplidora de las leyes? ¿No hay distinción entre quién no se esfuerza, no estudia, no acepta responsabilidades personales ni familiares, huye del trabajo y vive de subvenciones, y quién acepta compromisos, se forma, progresa en su profesión, dedica tiempo y esfuerzo a ayudar a los demás implicándose en tareas sociales, o asume responsabilidades de gestión pública, o arriesga su vida en defensa del interés común en los ejércitos o en los cuerpos de seguridad y emergencias?

Por otro lado, hay que señalar a los dogmáticos que se escandalicen al leer esto, que, de hecho, el principio de un hombre un voto no se sigue en España (ni en muchos –si no en todos– los países democráticos), ya que la ley D´Hondt otorga un valor o peso diferente al voto en circunscripciones distintas. No vale lo mismo el voto de un madrileño, o un habitante de Washington en el caso de Estados Unidos, que el de un leridano, o el de un habitante de California.

Creo que el estado actual del desarrollo tecnológico permitiría, manteniendo el viejo axioma de un ciudadano, un voto, hacer más equitativo el peso del voto de cada ciudadano en función –precisamente– de su grado demostrado de civismo.

Partiendo de la base de que cualquier ciudadano, simplemente por el hecho de ser mayor de edad, tiene un voto que puede utilizar libremente, el ciudadano tendría la posibilidad de que su voto ganara peso conforme a un baremo de ciudadanía. En primer lugar, habría que determinar cual es el máximo peso posible. No parece descabellado pensar que una persona madura, con educación superior, que ha desempeñado un trabajo o profesión en el que ha ido asumiendo mayores responsabilidades, que a su vez ha criado y educado unos hijos, que ha realizado trabajos en beneficio de la sociedad, ha asumido responsabilidades de gestión social, que ha arriesgado su seguridad en profesiones de riesgo, tuviera un voto con un valor doble (por ejemplo) al de otra persona que simplemente acredite ser mayor de edad. Habría que analizar en profundidad cual es el valor máximo a otorgar, seguramente recurriendo al análisis matemático/estadístico de los efectos de tal innovación.

Cada ciudadano, a lo largo de su vida, estaría sujeto a un baremo de ciudadanía. Ese baremo se incrementaría de acuerdo con el propio desarrollo personal. Los títulos educativos, los años trabajados, el desempeño de tareas de interés para la sociedad (voluntariado, gestión pública, ciertas profesiones de riesgo…), la asunción de responsabilidades familiares, mecenazgo, etc. supondrían adiciones a ese baremo. Por otro lado, las acciones antisociales como los delitos sentenciados por la autoridad judicial, infracciones administrativas de especial gravedad o la evasión de impuestos supondrían sustracciones a ese baremo personal. Una persona comenzaría con un valor de 1 e idealmente iría obteniendo valores superiores a la vez que se desarrolla como persona y ciudadano: 1,1; 1,2…1,5… Cabría la posibilidad de que en algunos casos el baremo obtenido fuera inferior a 1, pero en estos casos el valor mínimo efectivo siempre sería 1.

La tecnología permite la instauración de un registro con esas características. Obviamente la gestión de dicho registro, la preservación de su integridad y confidencialidad es un asunto de vital importancia, pero en cualquier caso factible.

Se puede argüir que ese sistema podría entrar en colisión con algunos derechos individuales básicos, como la confidencialidad de los datos personales, y contra el carácter secreto del voto. Creo que, de nuevo, el desarrollo tecnológico permitirá minimizar o incluso obviar esos problemas. No obstante, inicialmente el sistema podría tener carácter voluntario. Cada cual debería ser libre de acogerse o no a él, después de sopesar las ventajas e inconvenientes que para él o ella ofrece el nuevo sistema. Quién no se acoja, mantendría su derecho tal como hasta el momento: un hombre/una mujer, un voto. También a quien se acoge y tiene un baremo por debajo de 1, se le reconocería ese derecho. Quien acepte, deberá asumir que sus datos personales –que ya actualmente están en manos de administraciones e instituciones públicas y privadas– van a estar reunidos en un nuevo registro cívico con objeto de aplicar el correspondiente baremo. Un adecuado tratamiento automatizado y confidencial de los datos obviaría gran parte de las reservas.

En definitiva, esta propuesta consiste en cambiar el 
actual sesgo territorial del voto por otro con el que se potencie la “excelencia ciudadana”. 

Responsabilidad personal versus responsabilidad pública. 

En nuestros días, los políticos gozan de una prerrogativa que no tienen el resto de ciudadanos. Las consecuencias perjudiciales para el bien común de decisiones que se toman en el ejercicio de un cargo electo quedan exoneradas aplicando el principio de responsabilidad política. Los errores cometidos por los políticos, y que en ocasiones son altamente lesivos para el interés general, son condonados con su dimisión o su renuncia a la actividad política. Mientras que el resto de ciudadanos son susceptibles de responder ante la administración de justicia o la administración civil de todas sus acciones tanto en su vida personal como profesional. Ello supone, en la práctica, un estímulo a la irresponsabilidad, una red de seguridad en la toma espuria de decisiones que favorecen el interés de grupos particulares frente al interés general. Particularmente en el ámbito económico, estamos acostumbrados a ver como algunos políticos asumen –involuntariamente o a sabiendas– compromisos económicos, en ocasiones fuera de los más elementales criterios de racionalidad, cuyas consecuencias adversas afloran tiempo después, muchas veces cuando ya han abandonado el cargo. Consecuencias negativas para la sociedad en su conjunto, pero no para ellos, cuyos errores son penados, como mucho, con su alejamiento de la vida pública.

Mi propuesta es asimilar al político con el resto de profesionales. Por supuesto que el político está sujeto al principio de responsabilidad política, pero además debería estar sujeto a un principio de responsabilidad personal por sus acciones profesionales (como político), al igual que lo puede estar un médico, un militar, un piloto, un arquitecto… quienes pueden ser llamados a responder no sólo profesionalmente sino personalmente –con su libertad y/o patrimonio– de sus errores graves. No es venganza lo que se busca con ello, si no la disuasión en ese tipo de comportamientos contrarios al interés general.

Gobierno de la mayoría con respeto a las minorías.
El concepto originario de Democracia es el de gobierno del pueblo (de los ciudadanos) en que las decisiones se toman por mayoría. En una democracia representativa los ciudadanos delegan las funciones de gobierno en unos representantes que son elegidos por ellos mismos. Sin embargo, en muchas ocasiones, observamos que el sistema ha evolucionado de manera que representantes de grupos minoritarios son los que a la postre –mediante coaliciones y estrategias de “lobby”– resuelven que leyes se aprueban, imponiendo sus criterios a unas mayorías silenciosas. La necesaria protección de grupos minoritarios ha derivado en sobrerrepresentación de los mismos, patrocinio de sus postulados y discriminaciones positivas que llegan a invertir los términos de la ecuación, provocando, en ocasiones, una tiranía en que el sentir mayoritario de una sociedad se ve sometido al poder de unas minorías que saben utilizar los resortes que el sistema político dedica a su protección.

Hay muchas formas de corregir esos efectos indeseables, aunque su correcta utilización es tarea delicada, pues a su vez pueden provocar otros efectos igualmente indeseables. Son los expertos los llamados a diseñar su aplicación. Algunas podrían ser: umbral electoral o número mínimo de votos para ser tenido en cuenta, preponderancia de las listas más votadas, sesgo mayoritario en la atribución de escaños, revocación de mandato para que los ciudadanos puedan deponer al representante electo que se desvía del mandato que le han otorgado sus electores…

Contrato “político”.
Otra medida que, a la vista de los incumplimientos flagrantes de promesas que hemos tenido ocasión de ver (y padecer) en los últimos años, parece necesaria, es la instauración de un “contrato político” entre el elegido y los electores, por el cual se exigiría al cargo electo que cumpla los compromisos asumidos en su campaña electoral, y en base a los cuales es elegido. Si los rompe, por acción u omisión, tomando decisiones que van en contra de sus promesas, se consideraría que el contrato ha sido roto y el incumplidor cesado de su cargo fulminantemente.

Esto exigiría responsabilidad tanto al político a la hora de prometer como a sus votantes a la hora de entregar su mandato. El político debería exponer claramente los planes y plazos de ejecución con las que concurre a la elección en temas clave. Ejemplos claros de incumplimiento de un contrato político son: subir impuestos cuando se ha prometido bajarlos, pactar con otra fuerza política cuando se ha dicho que no se haría, no modificar una ley que se ha prometido cambiar o viceversa.

Zaragoza, 23 de octubre de 2019.


Francisco Javier Aguirre Azaña.




25 de septiembre de 2019

Diario del Camino. De Burgos a León.

Diario del Camino de Santiago. De Burgos a León.
Caminar y contarlo.


Francisco Javier Aguirre Azaña

18 y 19 Septiembre 2019. (Burgos y Hontanas)
De nuevo en el Camino. Dispuesto a caminar de Burgos a León durante seis jornadas -cuatro de ellas de 30 kilómetros-. Caminar por las mañanas y escribir por las tardes.
El miércoles -18 de septiembre, 2019- tomo el autobús de la tarde, que desde Zaragoza me lleva a Burgos vía Logroño. Desde Logroño la carretera discurre prácticamente paralela al Camino, que hice la vez anterior. Sentado en la primera fila el autobús veo discurrir los mismos paisajes que recorrí. El autobús para en todos los sitios en que hice noche, excepto en el último: Atapuerca. Todo ello me hace rememorar aquella agradable experiencia.
Recibo una llamada. Mi hermana en Urgencias, otra vez su dolencia recurrente. Una vez en el hotel, en Burgos, consigo hablar con ella. Parece que todo está bajo control, al menos de momento. Iniciaré la travesía tal como tenía planeado -muchas reservas están cerradas y pagadas-.

Paseo los alrededores de la catedral iluminada -ya cerrada- e identifico las calles que llevan al paseo junto al río Arlanzón. Siguiendo el río, hacia el oeste, mañana encontraré el Camino, aunque hoy no he visto ninguna marca en la ciudad. Ceno una pizza en un local detrás de la catedral -en la calle detrás del ábside-.No estoy de humor para buscar algún sitio con buena comida local.

Catedral Burgos
Duermo mal y me levanto antes de que suene la alarma del despertador. Después de desayunar en el hotel -hotel Cordón: económico, pero muy céntrico y que proporciona todo lo que un humilde caminante precisa-, me pongo en camino. Aún no son las ocho y la catedral sólo tiene abierta a la oración una capilla a la derecha de la entrada principal. No puedo sellar la credencial del peregrino, tal como tenía pensado. Aunque tengo el sello de la catedral de cuando llegué a Burgos en marzo pasado.
En el puente sobre el río Arlanzón encuentro las señales del Camino y comienzo a seguirlas. Multitud de peregrinos -la mayor parte extranjeros- ya están sobre el Camino. La temperatura es fresca, agradable para el caminante. Será un día soleado, despejado, pero la temperatura máxima no sobrepasará los 25 grados.

Camino deprisa, haciendo fuerza con los bastones, inquieto y con desazón. Las noticias sobre mi hermana, el funeral de un compañero al que asistí hace dos días... La sombra de pensamientos innombrables que acechan, que golpean cuando quieren, que olvidas cuando ellos parecen olvidarte a ti, pero que permanecen reales, pacientes, inmisericordes. Camino deprisa. Quiero fundirme y perderme en el Camino, que permanece y que, a la vez, se pierde en los siglos. Camino deprisa para que el esfuerzo físico venza al desasosiego.

El paisaje a lo largo de 30 kilómetros es monótono, suavemente ondulado. Campos de cereal recolectado, de color verde grisáceo, que ni siquiera el sol radiante consigue iluminar. El camino, ancho, blanco o rojizo, serpentea subiendo y bajando levemente, sin una sombra que alivie al caminante.

Hago un alto -un café- en Tardajos, a once kilómetros de Burgos, y otro más -una coca cola y unas avellanas- en Hornillos del Camino, diez kilómetros más allá. Al cabo de seis horas de caminar llego a mi destino del día: Hontanas. Un pequeño pueblo metido en un barranco que desde la Edad Media mantiene su vocación de servicio -bien remunerado, también es cierto- a los peregrinos. Leo que pertenecía al obispo de Burgos y que su razón de existir es precisamente el Camino De Santiago. Muchas casas abandonadas, con techos y muros derruidos. Pero también media docena de albergues, con sus correspondientes bares y restaurantes, que acogen gran cantidad de peregrinos, en su mayoría angloparlantes. Lo que más llama la atención es la iglesia, con sus puertas abiertas de par en par. Al fondo, la imagen habitual de una pequeña iglesia católica, con su torre medieval rehabilitada y preparada como sala de exposiciones. La zona de las puertas es un espacio multicultural, multilingüe y multireligioso, a la vez que comercial: mercadillo de objetos religiosos y buenos deseos laicos en diferentes idiomas, limonada fresca y té caliente, que hay que pagar echando las monedas en unos platillos. En el lateral izquierdo un mural multiétnico y poli confesional: santa Teresa de Jesus y la madre Teresa de Calcuta, Gandhi y Martin Luther King, una activista de derechos civiles africana cuyo nombre no recuerdo y otros personajes religiosos y profanos. Además, velas y una cruz ortodoxas. Delante de la cruz, una mujer joven sentada sobre una alfombra roja en posición de yoga. Una estantería con biblias en más de una docena de idiomas, marcadas con sus correspondientes banderas identificativas. Pienso que el párroco debe ser un personaje curioso y que el escaso número de feligreses del pueblo se le debe quedar corto.

Hontanas

Ceno en el albergue, que cuenta con unas instalaciones modernas y bien cuidadas. En el exterior, una gran explanada elevada, con sombrillas, mesas y sillas, desde la que se puede ver la puesta de sol con el pueblo y la torre de la Iglesia en primer plano.

Hontanas, 19 de septiembre de 2019.




20 Septiembre 2019. (Boadilla del Camino)
Después de una noche de sueño inquieto y un frugal desayuno -café con leche y una tostada de pan con más agujeros que miga-, me pongo en camino poco antes de las ocho. Todavía entre las sombras nocturnas, algunos peregrinos van abandonando los albergues y tomando la calle Real de Hontanas, por la que discurre el Camino. La fresca bruma matinal desaparece conforme el sol se levanta lentamente a la espalda del caminante. El peregrino puede ver delante de él, sobre el camino blanco, su sombra alargada, menguante con el transcurso de los minutos. La sensación es de paz y armonía. Momentos como estos le recompensan de los esfuerzos que tiene que hacer en otras ocasiones.

Tras cuatro kilómetros, el camino que discurría paralelo a la carretera, se junta con ella. Hay que caminar por asfalto un buen trecho. Al poco, paso entre las impresionantes ruinas del convento de San Antón. Fundado en 1146 por Alfonso VII y en el que los monjes antoninos trataban a los peregrinos y lugareños de una enfermedad conocida como “el fuego de San Antón”. La enfermedad, que asoló Europa, fue llamada así debido a que muchos de los síntomas recordaban al martirio que sufrió San Antonio cuando se fue a orar al desierto. Además de producir alucinaciones terroríficas, las piernas y brazos se volvían negros y poco después sobrevenía la gangrena. Dichas extremidades gangrenosas podían ser arrancadas del cuerpo sin que se presentara el menor sangrado. La inmensa mayoría sobrevivía, quedando mutilados y deformados enormemente, por la pérdida incluso de los cuatro miembros. Los monjes no vacilaban ante el menor síntoma sospechoso de malignidad, en amputar brazos y piernas, que colgaban posteriormente en la puerta del hospital. La causa de la enfermedad estaba en el centeno. El pan preparado con éste grano solía estar infectado con un hongo, el cual causaba los síntomas.


Convento de S. Antón

Al cabo de ocho kilómetros llego a Castrojeriz. Primer alto, café, agua y chaqueta a la mochila. La temperatura ya ha subido, aunque es agradable. El cielo encapotado. Antes de abandonar el pueblo comienza a lloviznar. Continúo. La lluvia empieza a ser más densa. A la salida de Castrojeriz tengo que parar y ponerme la capa de lluvia. Enseguida deja de llover y vuelve de nuevo, unos instantes. Me quito la capa para afrontar la subida del Alto de Mostelares, unos cien metros de desnivel desde el valle del Río Odra. Este tramo acelera el ritmo cardíaco.

En la Fuente del Piojo, donde hay árboles, mesas y bancos de cemento, hago el segundo alto. Quedan unos diez kilómetros. Me quito las botas. Bebo agua y como unas avellanas antes de afrontar el último tramo de la jornada. Quiero llegar sobre las dos, hora a partir de la cual hay previsión de tormentas.


Poco después llego a Puente Fitero, sobre el río Pisuerga. Allí mismo comienza la provincia de Palencia y su Tierra de Campos. 
Poco a poco, el Camino deja atrás cada vez más territorios y se aproxima a su ecuador.

El paisaje es parecido al de ayer. Algo más ondulado. Los campos de girasol -listos para su cosecha- se alternan con los de cereal ya recogido. Los colores, verdes y grises, son más vivos y el verde de los árboles salpica con mayor profusión el horizonte. Aunque el Camino sigue discurriendo sin el amparo de una sombra. Afortunadamente la temperatura no pasa de 25 grados, a pesar de que las nubes ahora han desaparecido y el sol luce radiante pronto a alcanzar su cenit. La marcha se hace más pesada y monótona, fatigosa bajo un sol cada vez más intenso.


Las casas de Boadilla del Camino se ven a lo lejos, pero aún faltan unos kilómetros. Dos mujeres canadienses, con las que me he ido cruzando toda la mañana, aceleran el paso y me sobrepasan. Yo también incremento el ritmo y no dejo que ganen distancia, para finalmente pasarlas en la entrada del pueblo y llegar primero al albergue. Será el sentimiento de “macho ibérico” que uno lleva dentro, a pesar de que los tiempos no estén para alardear de ello.


El albergue “El Camino” está lleno de gente. Todos hablan inglés, unos con más acierto que otros. Me alegro de haber reservado previamente una habitación individual. Se encuentra en un edificio al otro lado de la calle. Una especie de hotelito rural con instalaciones modernas y limpias. Libre de la aglomeración del albergue. Recojo la mochila grande que ya ha llegado y voy a la habitación. Me quito botas y calcetines y me calzo las sandalias que permiten expandirse a unos píes que ya notan los 60 kilómetros de los dos últimos días. Después lavaré en el baño los calcetines, calzoncillo y camiseta. Vuelvo al albergue y pido un bocadillo de tortilla de atún y una gran jarra de cerveza -creo que me la he ganado-. Todas las mesas del patio están llenas, así es que me lo tomo sentado a la mesa donde el hospedero va atendiendo a los peregrinos: ingleses, franceses, alemanes, chinos, taiwaneses, japoneses ¿Pero es que no hay españoles en este Camino de Santiago? Parece que pocos. Está mañana sólo he encontrado a dos hombres mayores en su última jornada antes de regresar a Barcelona. Cada vez me resulta más trabajoso hablar en inglés -oxidado después de más de dos años sin usarlo- así es que no muestro mucho interés en entablar conversación con esta legión de visitantes extranjeros.
Boadilla del Camino

Boadilla del Camino tiene poco que ofrecer. Una iglesia del siglo XVI -que no puedo ver, puesto que está cerrada-. Lo más destacable es un rollo gótico -una magnífica columna muy decorada con motivos animales, jacobeos y ángeles- erigido junto a la iglesia en el siglo XV, como símbolo de la autonomía jurisdiccional que otorgó Enrique IV a la población.


Boadilla del Camino, 20 de septiembre de 2019.




21 Septiembre 2019. (Carrión de los Condes)
Hoy me levanto un poco más tarde -la distancia a recorrer es inferior que los días pasados-. Poco después de las ocho y media inicio la andada. Se pueden ver algunos charcos provocados por la lluvia nocturna, pero no son obstáculo para andar cómodamente. Una vez abandonado Boadilla del Camino, pronto se llega al Canal de Castilla. El Camino discurre pegado a su ancho cauce durante casi cuatro kilómetros. Es una caminata muy agradable, sintiendo el frescor matinal junto a los juncos y la vegetación de las orillas, bajo la doble hilera de árboles -una a cada lado- que bordean el canal.


Canal de Castilla
El Canal de Castilla es una impresionante obra de ingeniería hidráulica realizada entre mediados del siglo XVIII y el primer tercio del XIX. Iniciativa del Marqués de la Ensenada (ministro de Fernando VI) con objeto de permitir el transporte -mediante barcazas arrastradas por bestias de tiro- del trigo de Castilla hacia los puertos del Cantábrico y de allí a otros mercados. La llegada del ferrocarril lo dejó obsoleto. Posteriormente se utilizó para mover molinos de harina y batanes, y actualmente el principal uso es para riego.

S. Martín (Frómista)
Al llegar a Frómista se pueden admirar las cuatro esclusas del canal que sirven para salvar más de catorce metros de desnivel. También en Frómista es obligada la visita a la iglesia románica de San Martín (siglo XI). Me llama la atención la multitud de figuras, a modo de gárgolas, bajo los aleros de puertas y tejados, los capiteles de las columnas interiores y el cimborrio octogonal. Pero sobre todo, el ajedrezado jaques (propio de la catedral de Jaca y por ende del Pirineo aragonés) que hay bajo las cornisas exteriores y en el interior, a diversas alturas. Y que se repite en la iglesia de Santiago del vecino Carrión de los Condes.
Es curioso ver que los monumentos que no están precisamente junto a las marcas del Camino dejan de ser visitados por una gran cantidad de peregrinos. Es el caso de San Martín de Frómista, puesto que hay que desviarse 200 metros. ¿Será que los extranjeros son aleccionados en sus países a no abandonar la seguridad del Camino?

Después de tomar un café, continúo camino. De Frómista a Carrión de los Condes hay 19 kilómetros por un camino recto, llano y ancho, que discurre junto a la carretera y cruza hasta cuatro pequeños pueblos. La marcha se hace monótona. El paisaje se mantiene sin cambios: campos prácticamente llanos de cereal y algunos de girasoles. Árboles en el horizonte, sobre todo a lo largo de lo que deben ser canales de riego. Lo único que cambia son los hitos kilométricos de la carretera: 12, 11, 10, 9, 8, 7...

El cielo se va cubriendo de nubes grises que ocultan el sol y amenazan lluvia. Un viento suave, a pesar de soplar del Sur, refresca el ambiente. Camino solitario, junto a una extensa chopera. El viento mueve las largas ramas verticales de los árboles y agita sus hojas, que chocan entre sí produciendo un sonido coral magnífico.

Durante un alto en una zona de descanso consultó el móvil: previsión de lluvia a partir de las dos de la tarde. Tiempo justo para llegar a mi destino antes que la lluvia. Acelero la marcha: once minutos el kilómetro. Sin embargo unos kilómetros antes de llegar comienza a caer una lluvia fina que combinada con el viento empapan mi costado izquierdo, mientras el derecho permanece seco. Me resisto a protegerme con la capa de lluvia, empeñado en llegar cuanto antes. Pero finalmente, cuando quedan dos kilómetros, paro unos instantes para sacar la capa de la mochila y ponérmela. El viento dificulta la operación, pero cuando me la pongo agradezco el calorcito que proporciona.

Monasterio de S. Zoilo
Tengo que atravesar todo el pueblo para cruzar el río Carrión por el puente que se encuentra en el otro extremo. Llego al hotel, que se encuentra en el monasterio benedictino de San Zoilo. Un magnífico edificio del siglo XI que ahora acoge un hotel de cuatro estrellas, sin duda el mejor que he visitado a lo largo de todo el Camino. La habitación combina una decoración apropiada a semejante sitio histórico con las comodidades de un buen hotel. Desde las ventanas se ve uno de los claustros.

Después de una ducha caliente para deshacerme del frío, voy al comedor. Como opíparamente -paté de olivas, bocaditos de morcilla y ravioli de ave de corral, con vino Ribera-, pensando que finalmente ha valido la pena las marchas forzadas y la mojada de la mañana. Me propongo disfrutar la estancia en este hotel. Tan sólo la interrumpo brevemente durante la tarde con una rápida visita a la población. Entro en la antigua iglesia de Santiago, quemada durante la guerra de Independencia y que ahora es un pequeño museo de arte sacro. Lo más destacado, su fachada románica, y la portada con una interesante colección de oficios de la época, entre ellos: la famosa bailarina contorsionista, acuñación de moneda, la plañidera, músicos, etc. Los capiteles muestran la lucha entre el bien y el mal. Al salir de la Iglesia compró un bocadillo de chorizo en un bar. Algo sencillo para cenar en el hotel. No quiero hacer una cena de varios platos después de la copiosa comida.

Carrión de los Condes, 21 de septiembre de 2019.


22 de Septiembre de 2019. (Terradillos de los Templarios)
Hoy también inicio la caminata algo más tarde, pasadas las ocho y media. Es domingo y tomo mi tiempo para desayunar abundantemente en el buffet del hotel. Hay charcos en el camino y hace fresco -10 grados-. El cielo está totalmente cubierto y sopla el viento, hoy de cara. Pero la previsión meteorológica es tiempo seco, así es que camino confiado. Hoy tengo por delante una etapa corta -25,5 kilómetros-, preludio de los 30 kilómetros de mañana y pasado. La ampolla del píe derecho, que atravesé con un hilo ayer, no me molesta. Espero no tener dificultad en completar todas las etapas y llegar a León.

Vía Aquitana
Entre Carrión de los Condes y Calzadilla de la Cueza median 17 kilómetros sin población alguna. Tan sólo un bar de circunstancias, aprovechando un contenedor, que a mitad de recorrido ha montado algún paisano emprendedor. Los últimos 12 kilómetros se hacen por una recta sobre el trazado original de una calzada romana -la Vía Aquitana- que unía Burdeos con Astorga. Hace más de 2000 años ya había caminantes que pisaban este mismo terreno. La Vía sigue siendo utilizada por vehículos y tractores, aunque afortunadamente son muy escasos.

El paisaje sigue siendo el castellano de Tierra de Campos, como 
los días anteriores. Si bien durante la primera parte del recorrido de hoy es más arbolado y verde. No paro en Calzadilla. Hay un bar con una gran terraza llena de gente. Quiero llegar pronto a mi destino, pues a pesar de haber reservado una habitación, no sé qué es lo que me voy a encontrar. Paro unos minutos a unos tres kilómetros.

De Calzadilla de la Cueza a Terradillos de los Templarios, el terreno es algo más abrupto. Un andadero paralelo a la carretera evita el asfalto de la N-120. Esta carretera es la que va siguiendo el Camino desde Logroño y con la que el peregrino se cruza una y otra vez.

Llego a Terradillos de los Templarios al cabo de cinco horas de andar. El albergue, de nombre pomposo, Jacques de Molay -último Gran Maestre de la Orden del Temple-, es el más sencillo en el que he estado hasta ahora. Una habitación con dos camas sin sábanas, una mesilla y una silla; baños comunitarios. El pueblo -antiguo señorío de la orden del Temple- tampoco tiene nada que ver. Como curiosidad, en la fachada de la iglesia se conserva la placa que conmemora a José Antonio Primo de Rivera y los caídos nacionales de la guerra civil. Aunque la leyenda está muy desgastada, aún se puede leer. Hace ya muchos años que estas placas se retiraron de todos los pueblos, mucho antes de la ley de memoria histórica, por lo que extraña que esta todavía se mantenga. Parece que el tiempo transcurre despacio por estas tierras.

Alto Torbosillo
Dedico el tiempo a escribir y leer, y así descubro que según una leyenda la famosa gallina de los huevos de oro está enterrada en este pueblo: En el siglo XII había en las cercanías de Terradillos un hostal de peregrinos (hoy derruido) que llevaba el nombre de San Juan y que era protegido por los caballeros del Temple. Fue en este lugar donde los últimos templarios enterraron a la famosa gallina de los huevos de oro. Los vecinos han ubicado tradicionalmente en el Alto Torbosillo (al norte del pueblo) el emplazamiento donde se esconde el preciado animal. Según la leyenda, había en la localidad una parroquia, la de San Esteban (no se conserva en la actualidad), cuyo párroco llevaba cada año a Santiago un huevo de oro. Hasta que un día, el cabildo compostelano le dijo que no querían un solo huevo, que querían la gallina. Para que no se la pudiera llevar, los templarios la enterraron en el Alto de Torbosillo. La gallina está asociada desde tiempos inmemoriales con el preciado metal y también la Orden del Temple y su enriquecimiento, que algunos ligaban a su dominio del arte de la alquimia y, por tanto, la fabricación de cantidades ingentes de oro.

Terradillos de los Templarios, 22 de septiembre de 2019.


23 Septiembre 2019. (El Burgo Ranero)
Tras una noche en la que me ha sido difícil conciliar el sueño y después de tomar el tradicional desayuno del peregrino (café con leche, pan tostado con mantequilla y mermelada, y zumo de naranja), comienzo a caminar unos minutos antes de las ocho, todavía entre sombras. Me espera una larga andada -30,6 kilómetros-. A la salida de Terradillos de los Templarios encuentro el paisaje habitual de los últimos días: una pista que avanza entre campos de cereal y alguno de girasoles, no faltan árboles aquí o allá. Este paisaje me acompaña hasta el cercano Moratinos, que presume de bodegas excavadas en un montículo y casas de adobe (masa de barro mezclada a veces con paja). Observó que el adobe es muy empleado en las construcciones de toda la zona. Pasado Moratinos se encuentra San Nicolás del Real Camino -sonoros y grandes nombres para pueblos pequeños, como es frecuente en Castilla-, último pueblo del Camino de Santiago a su paso por Palencia. Me gusta caminar a estas primeras horas del día, solitario, en silencio. En el ambiente brumoso, la promesa de un nuevo día que aún no sabes que traerá.

Abandono la provincia de Palencia y entró en la de León -la provincia con más kilómetros de itinerario jacobeo-, aunque sorprendentemente no veo ningún cartel que lo señale. Parece que el paisaje también cambia poco a poco, el terreno se hace algo más movido, menos uniforme. Antes de entrar en Sahagún se encuentra el centro geométrico del Camino Francés, lo que significa que en dieciséis jornadas andarinas he cubierto la mitad del camino entre Roncesvalles y Santiago.



Santa María Peregrina
Al llegar a Sahagún hago el primer alto después de trece kilómetros. Un café y un poco de pudding mientras me descalzo las botas. Pregunto como llegar al Santuario de Santa María Peregrina y me dirijo allí. El Santuario, antiguo convento franciscano, es ahora un museo donde proporcionan al peregrino la acreditación de haber rebasado la mitad del Camino Francés. La “media Compostelana” como me dijeron en el albergue de Terradillos. Con el certificado en la mochila, procedo a iniciar la segunda mitad de la empresa.

Pasado Sahagún se llega a una bifurcación en la que se puede proseguir el Camino Real tradicional o desviarse por la Vía Trajana, a través de Calzada del Coto. El cruce está en una zona donde confluyen la N-120 y la autovía, y no debe estar muy bien señalizada. Yo me limito a seguir las marcas que me hacen cruzar la autovía por un puente de la carretera y me llevan al pueblo de Calzada. Atravieso el pueblo y encuentro otra bifurcación. El ramal de la izquierda, después de un trecho, vuelve a cruzar la autovía y conecta con el Camino Real. Aunque después de haber andado tres kilómetros más de los necesarios. Maldigo en mi fuero interno a los creadores de confusión que con malas artes hacen desviarse a los peregrinos para que pasen por delante de sus bares, restaurantes y tiendas. Es una picaresca que no es la primera vez que veo. Espero que Santiago les pida cuentas. Tampoco estaría de más que la Administración competente pusiese indicaciones claras para informar al peregrino de las opciones que se le presentan.
Una vez retomado el Camino, encuentro un sendero que discurre recto, paralelo a la carretera y bajo una hilera de plataneros de más de doce kilómetros, hasta El Burgo Ranero, mi destino de hoy. Aproximadamente a mitad de esa distancia se encuentra Bercianos del Real Camino, donde paro para comer una ración de morcilla de León (picado de morcilla a la plancha que se pone sobre pan tostado, como si fuera paté) y una cerveza. El alto para obtener la “media Compostelana” y el tiempo perdido en el rodeo involuntario hacen que hoy vaya con retraso y decida comer antes de llegar a mi destino, como hago normalmente. Finalmente, llego al albergue La Laguna a las cuatro de la tarde. A pesar de lo tardío de la hora no he pasado calor, la temperatura a esas horas era de 18 grados, atemperados por un viento fresco que hoy soplaba del suroeste.

En El Burgo me encuentro con un tipo con el que entablo conversación. Me dice que va a Santiago porque no tiene otra cosa que hacer. No tiene dinero y le faltan ocho meses para cumplir los sesenta y cinco y que le pasen la pensión. Ha sido profesor de sociología en la Universidad de Deusto. Me enseña la fotocopia de un artículo de periódico en el que le entrevistan. Le pregunto si no ha pedido alguna subvención para ir tirando, pero me dice que como no es negro ni habla rumano, no le dan nada. Le doy las pocas monedas que llevo en el bolsillo y le digo que me acompañe al albergue, que le pago la estancia. El hospedero dice que sólo le queda una litera alta pero que puede preguntar en el albergue municipal, que le cobrarán 6 euros. Como decide ir a ver, le pido al hospedero que me cambie y le doy al profesor 10 euros para que pueda pagar. Se despide agradeciendo el haberme encontrado.

El pueblo no tiene nada que ver. Una pequeña laguna con ranas, de ahí los nombres del albergue y del propio pueblo (Ranero). Un bar para cenar: sopa de cocido y bistec con patatas fritas. Se le han acabado los manteles de papel y la camarera me lo compensa poniéndome vino “del bueno”.

El Burgo Ranero, 23 de septiembre de 2019.

24 y 25 Septiembre 2019. (Arcahueja y León)
Antes de amanecer salgo del albergue y voy a desayunar al mismo bar de ayer. Me pongo en camino unos minutos antes de las ocho, hora en la que comienza a amanecer. Las calles están mojadas por la lluvia nocturna. El cielo preñado de nubes oscuras que presagian más lluvia. Sin embargo, el móvil dice que no lloverá hasta las dos de la tarde. Parece que hoy también tendré que apresurarme para llegar antes que lo haga la lluvia.

Retomo el Real Camino Francés. El paisaje hasta Mansilla de las Mulas es calcado al de ayer: una pista recta bajo una hilera de plataneros, paralela a la carretera -después de diez kilómetros, una única curva en el cruce con la vía del ferrocarril-. Extensas llanuras de cultivo con escasas ondulaciones y algunos árboles que se concentran en los cursos de los arroyos y canales de riego. El maíz comienza a ganar presencia y se hace mayoritario conforme avanzo. Más adelante veré una cosechadora trabajando y grandes tractores con remolque que transportan su producto.

Como me espera otra larga etapa de 30 kilómetros, me digo que voy a seguir la rutina que me he fijado estos días: primera parada después de dos horas, algo más de diez kilómetros; me quito las botas durante diez minutos; un trago de agua. A continuación, otras dos horas de caminar. Nueva parada; botas fuera durante otros diez minutos; más agua para hidratarme bien; algo de comer: avellanas, almendras, chocolatinas... Hay que recuperar fuerzas para afrontar la última parte, siempre la más trabajosa, sobre todo cuando la temperatura ambiente se eleva al mediodía. En el último tercio de cada etapa hago paradas más frecuentes, no más de una hora seguida caminando. Bebo agua más frecuentemente y procuro mantener el ritmo de más de 5 kilómetros la hora. De esta manera hago los 30 kilómetros en algo menos de seis horas caminando, a lo que hay que sumar los altos: media hora aproximadamente. Llegada a las dos y media, buena hora para comer algo en el punto de destino.

Ese es el plan, pero los planes siempre sucumben ante la realidad. A veces no hay sitio apropiado cuando toca parar, o lo que es más frecuente, hay un motivo excelente para parar cuando no toca: un bello monumento, una buena foto, un paisaje sugerente, una terraza de bar paradisiaca, una parrilla desde la que unos chorizos o panceta desprenden un aroma al que el caminante no se puede resistir...

En fin, es bueno hacer planes, pero hay que adaptarse a la realidad. Hoy, la realidad es que en el bar Gil de Reliegos hay buen café y buenos almuerzos, aunque yo sólo tomo bizcocho de manzana, excelente. Previamente he pasado de largo por el Teddys, con una bandera belga y otra inglesa en la puerta. Definitivamente, eso no es para mí. Y en Mansilla de las Mulas hay mercado en la plaza: frutas y verduras, quesos y embutidos. No puedo dejar de echar un vistazo, aunque no esté dispuesto a cargar con más peso. Y en Puente Villarente, como su nombre indica, un soberbio puente de veinte ojos que hay que admirar desde la pasarela que acertadamente han construido para los peregrinos.

Puente Villarente
Pasado Mansilla de las Mulas, el Camino transcurre en su mayor parte pegado a la carretera N-601, obligando en muchas ocasiones a ir por asfalto. El paisaje se torna más urbano, anuncia la proximidad de la capital.

León
Después de un último alto cinco kilómetros antes de llegar, alcanzo mi destino: el hotel Camino Real de Arcahueja. Afortunadamente no se ha cumplido la predicción de lluvia y llego sin novedad a las dos y media. Ducha y comida en el hotel. Tarde de descanso; consulta de itinerario para mañana, de horarios de tren y autobús. Y tiempo para escribir estas líneas, como todos los días. Mañana completaré los siete kilómetros que me separan de la catedral de León, punto final de este viaje. E iré a coger el autobús o el tren de vuelta a Zaragoza. El resto del Camino, poco más de 300 kilómetros, me tendrá que esperar.

Arcahueja, 24 de septiembre de 2019.

8 de septiembre de 2019

Los dados.


Yo era feliz con Renata, razonablemente feliz. 

Antes de ella mi vida había estado dedicada exclusivamente al trabajo. Preocupaciones y sinsabores, para acabar siendo engañado por la persona en que confiaba, quien provocó la quiebra del negocio, dejándome como responsable ante tribunales, trabajadores y clientes. Abandonado al fin por mi esposa. Después de meses de fría convivencia y soledades compartidas, reproches en voz baja e insultos en voz alta, ella se fue junto con la vida desahogada y las comodidades que proporcionan el dinero.

Pero más tarde apareció Renata. Alta, de piel blanca y pelo moreno, largo y rizado, esbelta y misteriosa. Me enamoré perdidamente y supe que ya no habría otra mujer para mí. Que mi vida, desde ese momento, estaba en sus manos. Vivimos unos años dichosos en que éramos felices. Yo sólo quería estar a su lado, hablarle, conocer sus más profundos sentimientos. Aunque ella se mostraba reticente sobre su pasado, a veces callaba y la sentía ausente, lejana.

A Renata le gustaba el mundo esotérico y me dejé convencer para visitar una echadora de cartas. Aunque realmente lo que echó fueron unos dados con diferentes dibujos en cada una de las caras. En uno de los dados apareció una bombilla y la mujer me dijo que era la luz, una nueva vida, tal vez un nieto. Otro dado mostraba una herradura: buena fortuna. En el tercero aparecían dos caras, una sonriente, otra llorando. Aquí la mujer se puso seria y me dijo: “Veo un hombre más joven que tú. No te enfrentes a él. Tu mujer siempre lo amará más a él que a ti”. Yo, escéptico, hablé a Renata de las primeras premoniciones –la adivinadora no admitía acompañantes en sus sesiones–, cosas que se le pueden decir a la mayoría de la gente sin miedo a equivocarse. Y me olvidé del vaticinio.

Al cabo de unos meses mi hija me escribió que estaba embarazada, después de años de espera, finalmente un bebe crecía en su seno. Me sentí invadido por una plenitud vital. Poco después, acabaron los juicios por la quiebra de la empresa y el divorcio, de forma satisfactoria para mí, dadas las circunstancias. Entonces Renata me dijo: “No ves, incrédulo, como la adivinadora tenía razón”.

Y aquello fue el inicio de mi pesadilla. Recordé sus últimas palabras, grabadas a fuego en mi mente. Yo no podía perder a Renata. Prefería morir antes. El pensamiento se convirtió en obsesión. Comencé a desconfiar de ella cuando no estaba conmigo, la seguía. Renata tenía un pequeño apartamento en el que había vivido antes de conocerme, al que iba de vez en cuando. Uno de los días en que la seguía me pareció ver un hombre joven, apuesto, con barba recortada y ojos claros que salía del portal mientras Renata estaba en el apartamento. Muerto de celos me propuse vigilarla más estrechamente.

Yo me había hecho con una llave del apartamento y estaba muy atento a los acontecimientos. Le vi a él entrar detrás de ella y entonces decidí hacer frente al peor de mis terrores. Estaban en la cocina, Renata le cogía por las manos y le miraba embelesada. Yo, sin pensarlo, cogí un cuchillo que estaba sobre la mesa y lo aseste en el pecho de él. Le atravesé el corazón y cayó muerto al suelo. Renata gritó: “Has matado a mi hijo. ¡Asesino!”. La negrura que habitaba mi mente desapareció como un rayo y fue sustituida por una clara y fría angustia que me acompañará hasta el día de mi muerte.

Ya en prisión, supe que Renata había sido violada a los dieciséis años por su padre. Repudiada por su madre y, embarazada, fue abandonada a su suerte en medio de una sociedad hostil e inmisericorde.

Zaragoza, 8 de septiembre de 2019.

23 de marzo de 2019

Diario del Camino. De Logroño a Burgos.


Diario del Camino de Santiago. De Logroño a Burgos.
Caminar y contarlo.

Francisco Javier Aguirre Azaña

17 marzo 2019. (Logroño)

Llego a Logroño desde Zaragoza con el autobús de la tarde. Después de dejar la mochila en el hotel Murrieta, me dirijo a la cercana iglesia de Santiago el Real con intención de sellar la credencial (tarjeta del peregrino en la que se recogen los sellos como prueba de su paso por las diferentes etapas del Camino de Santiago).

Cuando entro en la iglesia, está anocheciendo. Encuentro que se está celebrando la misa y veo un sacerdote en un confesionario manejando una tablet. Me acerco y le pregunto si puedo sellar la credencial. Me contesta amablemente que sí, en la sacristía, al finalizar la misa. Mientras espero observo la magnífica iglesia reconstruida en el 1500; altos muros de piedra que culminan en bóvedas de crucería; una imagen policromado de Santiago peregrino enfrente de la entrada; detrás del púlpito un gran retablo de varios pisos con escenas de la vida del Apóstol. Al finalizar la misa, me dirijo a la sacristía y el mismo cura estampa cuidadosamente el sello en mi tarjeta.


Fuente del peregrino
A continuación voy a ver la cercana Fuente del Peregrino y después a deambular por las calles San Julián y Laurel.

Logroño es una de esas ciudades españolas medianas que en los últimos años han recuperado sus edificios históricos, se han limpiado, iluminado y embellecido, y también han crecido con amplias avenidas y zonas verdes. Aunque ofrecen todas las posibilidades de una urbe grande, no ha llegado a masificarse y deshumanizarse y sus habitantes pasean las tardes y los días de fiesta relajadamente, atienden las preguntas de los foráneos con amabilidad y disfrutan de la oferta de numerosos bares y locales que anuncian en la calle sus tapas y raciones, si no baratas, si ciertamente variadas y de calidad.


Después de tomar un pincho de champiñón y unas patatas, más por necesidad que por disfrute, pues el tapeo en solitario no tiene ninguna gracia, vuelvo al hotel con idea de descansar y preparar la larga etapa del día siguiente: 29 kms. Me preocupa un poco que mis píes no aguanten las cinco jornadas de marcha que me esperan. Me sobra forma física y las piernas están fuertes, pero si me salen ampollas en los píes -como me ocurrió en Navarra- tal vez no pueda culminar mi intento.

18 marzo 2019. (Nájera)

Después de desayunar copiosamente -además de llevarme dos pequeños bocadillos de salchichón y una mandarina, para el camino-, inicio mi marcha recorriendo la avenida Marqués de Murrieta. Un kilómetro de paseo urbano, entre tiendas, peatones que inician su rutina semanal y tráfico que afortunadamente respeta los pasos cebra.

Al poco encuentro a mis píes la primera marca que señala el Camino. El encuentro me alegra como si me hubiera topado con un amigo al que no veía desde hace tiempo. Vamos a estar juntos durante unos días, disfrutando de la libertad de poder hacer lo que queramos, conocer lugares y paisajes antes no visitados y, tal vez, sufrir un poco: frío, lluvia, cansancio.

Atravieso el parque San Miguel y la ciudad empieza a desaparecer. Talleres y naves constituyen la transición entre el paisaje urbano y el rural. La autovía de circunvalación, que se salva mediante un paso elevado, es la frontera entre ambos mundos.


Hasta el embalse de la Grajera -a 5 kms de mi punto inicial- el camino está asfaltado. Repleto de mujeres y hombres, la mayor parte jubilados, andando en ambos sentidos. Alguno camina más deprisa que yo y me sobrepasa. Al llegar al embalse, un hombre echa pan a los patos y a una pareja de resplandecientes cisnes. “Buen camino” me desea. Yo le saludo y continúo mi marcha. A partir de aquí, el camino se vuelve solitario e invita a la introspección. El día continúa frio, un ligero viento refresca la cara y las manos.

Antes de llegar a Navarrete paro para fotografiar los restos del hospital medieval de peregrinos San Juan de Acre. Un cartel advierte que su portada románica se trasladó cuando se demolió el edificio y ahora es la entrada del cementerio del pueblo. Efectivamente, se puede ver una vez sobrepasado el pueblo, a la izquierda del camino y es digna de una parada para contemplarla.

Navarrete es el centro alfarero más importante de La Rioja. El pueblo se sitúa en un monte que hay que subir, serpentear sus calles y volver a bajar por el otro extremo. Se pueden ver muchas casonas y palacios, con escudos en sus fachadas, pero en general mal conservados.


En la parte alta, encuentro un bar y entro para tomar un cortado. El café es malo como en la mayor parte de los sitios -nostalgia del café italiano o del napolitano, que no es lo mismo-. Dentro veo los primeros peregrinos: tres japoneses -una mujer y dos hombres, todos jóvenes- y otro hombre con una mochila con la bandera suiza que es atendido atentamente en inglés por la que parece la propietaria. Indudablemente, el inglés es el idioma del Camino.


Vuelvo a caminar. El camino discurre entre viñas y algunas bodegas. Llevo un ritmo superior al que pensaba, poco más de 5 kms a la hora -una aplicación del móvil me informa puntualmente-. Tres horas, he vencido la primera mitad del recorrido y los píes no se resienten. El sol intenta aprovechar los intersticios entre las nubes de color gris, pero el ambiente se mantiene fresco. En algún momento cae una fina lluvia, pero no molesta. No vale la pena parar para sacar de la mochila el gorro o la capa de lluvia.


A la altura del pueblo de Ventosa, sucede algo curioso. En una vuelta del camino veo otro camino que se une por la derecha al que yo llevo siguiendo las indicaciones. También parece un camino seguido por los peregrinos. De hecho alguien viene caminando por él. Continuó y al poco me sobrepasa la figura de una mujer con una larga cabellera pelirroja. “Buen camino” la saludo. Pero ella, huraña, contesta algo inteligible, ni siquiera sé en que idioma, y continúa acelerando el paso. Toma la desviación hacia Ventosa, que luego vuelve al camino principal. Un kilómetro extra. Yo sigo por el camino principal. Mi mente empieza a dar vueltas al reciente encuentro y la idea para un relato empieza a abrirse paso en mi cabeza: una historia truculenta con la pelirroja como protagonista. Tomo nota mental. Tengo que ponerla sobre papel. Podría ser un buen relato.


Roldán y Ferragut
Llego al Alto de San Antón, desde donde ya se divisa Nájera, Alesón y Tricio, la Sierra de la Demanda en la lejanía. Un poco más adelante se encuentra una elevación de terreno denominada el Poyo de Roldán. Según la leyenda, aquí tuvo lugar la batalla entre Roldán, sobrino de Carlomagno, y el gigante Ferragut, un musulmán procedente de Siria, cuya principal característica era su fuerza e invulnerabilidad. Enfrentados en Nájera los ejércitos musulmán y cristiano, Ferragut retó a un combate singular a cualquier cristiano que quisiera luchar con él. Roldán aceptó y combatieron todo el día, rompieron sus lanzas y espadas, los caballos murieron y el combate no estaba decidido. Así es que se fueron a descansar por la noche y continuaron al día siguiente con el mismo resultado. En un descanso en la lucha, los contendientes conversaron caballerosamente y Ferragut confió a Roldán el secreto de su invulnerabilidad: sólo podía ser herido en el ombligo. Al día siguiente continuaba la lucha. Roldán fue inmovilizado por el peso del gigante e iba a morir asfixiado cuando logró coger su daga y clavársela a Ferragut en el ombligo, matándolo. Los musulmanes se retiraron de Nájera.

Un kilómetro antes de entrar en Nájera hay una zona de descanso. Paro allí y me como los bocadillos que llevo en la mochila. Mientras tanto van pasando delante los peregrinos que había visto durante la mañana: los japoneses que saludan educadamente, y la mujer pelirroja. También otra mujer que camina sola y dos hombres más que hablan en inglés.


En Nájera me hospedo en un sencillo hostal, el Hispano, y por la tarde recorro el centro histórico que se extiende paralelo al río Najerilla, de ancho cauce. El monasterio de Santa María la Real -panteón de los reyes de Nájera-Pamplona, antecesor del reino de Navarra- está cerrado por ser lunes. Tampoco puedo acceder a la iglesia de Santa Cruz, así es que me limito a admirar los edificios por fuera. Santa María la Real fue mandada construir en el año 1052 por el rey Don García Sánchez III “el de Nájera”. Su fundación tiene su propia leyenda: El monarca, encontrándose de cacería, siguió a su halcón que a su vez perseguía a una paloma hasta una cueva donde encontró una misteriosa imagen de la Virgen y junto a ella un jarrón de azucenas, una campana y una lámpara. Las dos aves se encontraban allí, quietas, una a cada lado de la imagen. Encima de la cueva se construyó el monasterio.


19 marzo 2019. (Santo Domingo de la Calzada)

Amanece nublado. Cae una fina lluvia. El pronóstico es que lloverá a lo largo de la mañana. Después de desayunar en el hostal, inicio la jornada. Hoy, tan sólo 21 kilómetros hasta Santo Domingo de la Calzada. Encuentro el camino prácticamente vacío. Sólo veo tres personas más que caminan delante de mí.

En Azofra entró en un bar y tomo un cortado. Pasado este pequeño pueblo el paisaje ondulado comienza a cambiar, las viñas que desde Logroño eran mayoritarias y se extendían a lo largo de todo el campo visual, comienzan a dar paso a cultivos de cereal. Las plantas apenas levantan un palmo del suelo y son de un fuerte color verde, brillante y luminoso. El terreno ondulado y zigzagueante está parcheado de fincas verdes y otras marrón tierra, perfectamente labradas. Todavía alguna viña, pero cada vez menos.


Cuando llego al pueblo siguiente, Cirueña, comienza a llover fuerte. No puedo fijarme en el pueblo, en el que hay campo de golf junto al camino y urbanizaciones de viviendas muy nuevas. Tengo que sacar la capa de lluvia de la mochila y ponérmela. Continúo andando bajo la lluvia, deprisa, mirando el suelo por el que comienza a correr el agua y en el que empieza a formarse barro. La tierra arcillosa se pega a la suela de las botas y ralentiza el avance. Al cabo de quince minutos, el chaparrón amaina y unos tímidos rayos de sol luchan con las nubes grises. Aparecen algunos intervalos de cielo azul, limpio. Pero las nubes ganan finalmente la batalla, aunque no vuelve a llover. Enseguida veo la torre de la Catedral de Santo Domingo de la Calzada, que se eleva sobre el resto de edificaciones como un faro de peregrinos.


Al comienzo de la quinta hora de marcha, llego a mi destino. Tomo un bocadillo y una cerveza en un bar y me dirijo a la Hospedería Cisterciense, regentada por monjas. La habitación es luminosa, limpia y confortable. En el lavabo hago la colada: calcetines, calzoncillos, camiseta y las perneras del pantalón que están manchadas de barro. También tengo que limpiar el barro de las botas en la ducha. Después coloco todo junto a los radiadores de calefacción para que se seque. Una gratificante ducha de agua caliente me devuelve el calor que la fría y húmeda mañana me había arrebatado.


Campanario
Por la tarde recorro el centro histórico. Veo de cerca la magnífica torre del campanario, separada del edificio de la Catedral. La visita de la Catedral bien vale los tres euros que como peregrino tengo que pagar. Lo más destacable es la tumba del Santo, el retablo mayor -cuyos detalles se pueden apreciar gracias a una gran pantalla táctil que el visitante puede manejar- y por supuesto el gallinero, con un gallo y una gallina, enfrente de la tumba.

Aquí, quizás la más conocida y la más internacional de las leyendas de la ruta jacobea: el milagro del ahorcado y del gallo y la gallina. Un matrimonio alemán y su joven hijo, Hugonell, se dirigen en peregrinación a Compostela. Al llegar a Santo Domingo se hospedan en un mesón. La hija del posadero se enamora del joven, pero al no ser correspondida decide vengarse ocultando una copa de plata en el equipaje del joven. Cuando éste abandona la ciudad la muchacha denuncia el robo. Al ser capturado, se encuentra la copa entre sus pertenencias por lo que es acusado de robo y condenado a la horca. Al día siguiente, sus padres, antes de emprender el viaje, van a ver el cuerpo de su hijo, quien sorprendentemente estaba vivo y les dice: “El bienaventurado Santo Domingo de la Calzada me ha conservado la vida contra el riguroso cordel… dad cuenta de este prodigio”. Los padres acuden a contar el suceso al corregidor de la ciudad, pero éste, escéptico, comenta que el joven está tan vivo como el gallo y la gallina asados que se dispone a comer. Al instante las aves recuperan las plumas y la vida, dando fe del portentoso milagro. De ahí el dicho: “Santo Domingo de la Calzada donde cantó la gallina después de asada”.


San Giacomo (Bolzano)
Exactamente la misma historia se puede leer en la iglesia de San Giacomo en Valgardena, en el Sudtirol italiano (Bolzano). Aunque allí atribuida a unos nobles ladinos en peregrinación a Santiago.

A la hora de cenar tengo dificultades para encontrar un sitio apropiado. Los restaurantes que había visto por la tarde están cerrados. Los dos que están abiertos junto a la Catedral no tienen menú de peregrinos y las cartas amenazan con unos precios que no estoy dispuesto a pagar para cenar solo. Finalmente entro en un bar con comedor donde no hay nadie más y pido unas patatas a la riojana y un filete de ternera con patatas y pimientos. Nada del otro mundo, pero sacian el hambre acumulado en el día.


20 marzo 2019. (Belorado)
El desayuno de la Hospedería me defrauda bastante. Me confirma que eso de que las monjas preparan buenas comidas es un mito injustificado. Café malo -encontrarlo bueno no es fácil, pero éste está por debajo de unas expectativas no muy exigentes-, galletas con sabor a coco y magdalenas con sabor a limón, todo industrial. Jamón de York y queso insípido. Me recuerda un desayuno similar, también en un convento de Florencia. Sin embargo, la monja que me atiende, con una piel tan negra como el humor que me deja la colación, es simpática y parlanchina. Atiende también a otro huésped solitario, que se sienta al otro extremo del salón. Ayer me crucé con él en el ascensor y volveré a encontrarlo más adelante -pero eso llegará a su debido tiempo-. Parece muy reservado, apenas contesta a mis saludos. La risueña monja de hábito blanco y piel oscura me cobra después del desayuno y me desea buen camino.

Puente rio Oja
Inicio la caminata. Salgo de Santo Domingo de la Calzada cruzando el largo puente que se levanta en el lugar donde hace casi mil años el Santo construyó el suyo para permitir a los peregrinos vadear el rio Oja. Al comienzo del puente una pequeña ermita reconstruida en 1917 -la anterior arrasada por una crecida del rio- aloja una imagen del Santo con su inseparables gallo y gallina. El día está frío, pero la ausencia de lluvia hace presagiar una buena jornada para caminar.

Apenas 6 kms más adelante, llego al último pueblo de La Rioja: Grañón. Las indicaciones del camino hacen subir al pueblo, aunque se podría bordear por el norte ahorrando algo de esfuerzo al peregrino. Este peregrino, al menos, se consuela pensando que podrá tomar un café que le quite el mal gusto del desayuno. En la calle Mayor hay varios bares, pero sorprendentemente todos cerrados. Me siento estafado y me consuelo pensando en mi venganza, ya que haré saber a todos los que lean esto la felonía de ese pueblo que desampara al peregrino que hace un esfuerzo suplementario subiendo su empinada cuesta.


Un poco más adelante un cartel informa que se abandona La Rioja y se entra en Castilla y León, en la provincia de Burgos. Su primer pueblo, Redecilla del Camino, si que ofrece la oportunidad de tomar un cortado en un bar atendido por un camarero ecuatoriano, según me parece entender. En el bar, tres peregrinos más: una pareja española y el angloparlante de la mochila con bandera suiza que vi el primer día. Se ponen en marcha antes que yo y luego los vuelvo a encontrar en el hotel de Belorado.


El siguiente pueblo que atravieso es Viloria de Rioja. Un cartel informa qué es aquí donde nació Santo Domingo de la Calzada y que la pila en que fue bautizado se conserva en la iglesia. La iglesia está cerrada y no puedo visitarla.


Belorado
Gran parte del camino corre paralelo y cercano a la carretera nacional que une Logroño con Burgos. La visión y, sobre todo, el ruido de los numerosos camiones que por allí circulan, no lo convierten en un tramo agradable para el peregrino que quiera huir del mundanal ruido. Después de cinco horas y 22,5 kms llego al final de la etapa. En un principio, Belorado me parece un pueblo pequeño, como los que he recorrido hoy, pero por la tarde me doy cuenta que es una población grande y con mucha historia. Lugar estratégico para controlar el camino jacobeo, frontera con los musulmanes primero, entre Castilla y Navarra después. Alfonso I el Batallador le concedió fueros y privilegios para fijar a sus moradores, y se construyeron castillo y murallas. Tiene un curioso museo de radiocomunicación con reconstrucciones de una trinchera de la I Guerra Mundial y el Berlinés checkpoint charlie -con su tanque M60 real-, entre otras, y en sus calles se pueden ver las huellas (29) en bronce de manos y píes de personajes famosos como Espido Freiré, Indurain, Romay o Carlos Herrera.

El hotel, La Huella del Camino, es completamente nuevo, y ofrece unas instalaciones modernas y confortables. La mejor relación calidad-precio hasta ahora. Como llego temprano, después de ducharme bajo a comer: alubias rojas con morcilla de la región, carrilleras estofadas con vino y leche frita. Recomendable. El vino sigue siendo Rioja y es bueno, lo tomo sólo, sin bautizar con gaseosa, que es como acostumbro a tomar el vino que sirven con los menús.


En el restaurante del hotel vuelvo a ver, sentado en la mesa de al lado, al hombre silencioso de la Hospedería de Santo Domingo de la Calzada. Lo he visto en varias ocasiones, siempre sólo. Dice a la camarera que está esperando a alguien, que le sirva sólo el vino. Unos minutos después aparece la que catalogué como huraña mujer pelirroja de Ventosa, la que me había inspirado la idea de un relato truculento el primer día y que no encuentro tiempo de poner sobre el papel. No la había vuelto a ver. Parecen ser pareja. Él le da la llave de una habitación y ella dice que va a cambiarse. Está vestida con ropa deportiva, seguramente la que utiliza para andar. En efecto, al cabo de cinco minutos vuelve vestida con unos vaqueros y una camisa de cuadros. Se sienta con él y les sirven la comida. Hablan catalán entre ellos y español sin acento con los camareros. Los dos pasan los sesenta. Altos y con porte deportivo. Tuve ocasión de comprobar que ella camina rápido, más que yo. Pero no sé si él le acompaña en las caminatas. Ni ella, aparentemente, va con él, al menos cuando nos hemos cruzado, no estoy seguro, tres o cuatro veces. Pienso que hay materia para otro relato, pero necesitaría conocer más, y lo qué está claro es que ellos no tienen ningún interés en relacionarse con nadie.


21 marzo 2019. (Atapuerca)

Hoy me espera la etapa más dura del tramo Logroño-Burgos: 30 kms; atravesando Montes de Oca, con 500 metros de subida. La afronto con optimismo, los píes en perfectas condiciones, sin ampollas ni rozaduras. Después de desayunar en el hotel, me pongo en marcha antes de las 8,30 -como todos los días-. La temperatura es de dos grados bajo cero, aunque el día está despejado y soleado. La temperatura va subiendo a lo largo de la mañana, hasta alcanzar los once grados a mitad del día. Es el primer día en que me quito el chaquetón para andar. El ambiente fresco, la brisa ligera y los rayos del sol se combinan para proporcionar un ambiente ideal para caminar.

Los pequeños pueblos del camino van pasando como si se tratase de una película en que es el decorado, no el personaje, lo que se mueve: Tosantos; Villambistia; Espinosa del Camino (donde tomo café). Nombres sonoros, pero pueblos pequeños: unas cuantas casas alrededor de una iglesia.


Montes de Oca
Llego a Villafranca Montes de Oca, donde el camino cruza el pequeño rio Oca, e inicio la ascensión hacia la fuente Mojapán. A partir de ahí, casi once kilómetros a una altura de unos 800 metros, entre bosques de robles y pinos. El paisaje es espectacular y el día perfecto para caminar. Mantengo un ritmo de más de 5 kms por hora. Me resulta el tramo más reconfortantes de todo el recorrido.

Esta región era peligrosa para los antiguos peregrinos, dado que sus únicos habitantes eran los bandoleros. También, según algunos esotéricos, es la que dio nombre al famoso juego de la Oca, en el que el caminante está sometido a vicisitudes diversas, muchas de ellas adversas, antes de alcanzar su objetivo.


S. Juan de Ortega
Por fin llego a San Juan de Ortega, con su monasterio e iglesia. Imagino la alegría que debía embargar a los peregrinos cuando alcanzaban este lugar erigido en su beneficio, después de superar los agrestes montes. Aquí, junto a las entradas de la Iglesia y el convento, que forman una bonita plaza, no puedo resistirme a sentarme en la terraza de un bar y pedir un bocadillo de tortilla de atún recién hecha y una cerveza. Dos o tres gorriones se acercan, supongo que muertos de hambre. Se turnan en revolotear muy cerca de mi cabeza y posarse en la mesa, junto al bocadillo. Uno de ellos incluso lo picotea. Les distribuyó equitativamente algunas migas de pan y se van con ellas en sus picos, parece que satisfechos.


Cuando termino el bocadillo continúo la marcha, quedan apenas 6 kilómetros. Hoy veo más gente en el Camino, parece que con el buen tiempo, la cercanía del fin de semana o el simple discurrir de los días, el número de peregrinos se va incrementando. Atravieso el pequeño pueblo de Agés y llego a mi destino, Atapuerca. Menos de seis horas de marcha efectiva. Estoy cansado, pero los píes en perfecto estado, sin problemas de rozaduras o ampollas. Antes de entrar en el pueblo, a mi derecha, veo una gran estructura, como una inmensa nave industrial, y algunos coches que la abandonan. Es el sitio arqueológico, pero está a una distancia suficiente como para hacerme desistir de visitarlo.

La pensión que había reservado es rústica, con muebles viejos, y a falta de una reforma general. El baño fuera de la habitación, la señora me dice que lo tengo para mi sólo, puesto que soy el único huésped en la planta. En fin, una noche se pasa de cualquier manera.

El pueblo no tiene nada que ver. La única atracción, en las afueras, es el sitio arqueológico, donde se encuentran los restos humanos más antiguos de la península ibérica. Hace frío. No hay gente en la calle, sólo dos o tres hombres en un bar junto a la carretera. En cambio, se escuchan ladridos de perros a mi paso, aunque no los veo.

Paso la tarde en la Pensión. En la planta baja, a la entrada, hay una barra de bar y en frente algunas mesas con un televisor encendido, aunque nadie le haga caso. En el centro, un par de sofás alrededor de una estufa catalítica encendida, donde la pareja de propietarios pasan la tarde. Parece que ese espacio es realmente su sala de estar. Pido un café con leche y me acomodo en una mesa y me pongo a escribir estas líneas. También ceno allí: revuelto de ajetes y lomo de ternera. El comedor es bonito, de estilo rústico con decoración recargada: aperos y multitud de objetos, un palomar simulado en una esquina. El conjunto es agradable. Charlo un rato con los dueños que me preguntan por mi viaje y me cuentan también parte de su vida.

22 marzo 2019. (Burgos)

Atapuerca

Después de desayunar, con un contundente par de huevos fritos en aceite de oliva en el coleto, abandono Atapuerca. El día no es tan frio como los anteriores. Está despejado y con un sol luminoso, promesa de un bonito día primaveral.

Al final del pueblo, hay que coger el camino que a mano izquierda se interna en la sierra de Atapuerca. Se sube entre encinas que crecen en un suelo pedregoso. Al llegar al punto más alto, una cruz. La vista es espectacular. Un poco más adelante, cuando el camino empieza a descender, se ve Burgos a lo lejos. Una vez que se inicia el descenso se pierde la visión de la ciudad y enseguida el camino se convierte en carretera asfaltada que ya no se abandona hasta llegar a Burgos. Atravieso Cardeñuela Ríopico y Orbaneja Ríopico. Afortunadamente el tráfico es escaso.


Burgos
Hay que atravesar la autopista por un paso elevado y después bordear el aeropuerto por su parte norte hasta llegar a Villafría. Entre casas adosadas modernas se llega al polígono industrial que hay que recorrer y que se une al polígono de Burgos. De los 20 kms de la etapa, más de la mitad son por asfalto y los ocho últimos discurren entre polígonos industriales y las calles de la propia ciudad de Burgos. Lo que hace de esta etapa, quitando el paso por la sierra de Atapuerca, la más fea de todo el recorrido.

En menos de 4 horas llego ante la escalinata de la Catedral de Burgos, donde pido a una chica que me haga una foto para dejar testimonio de que he finalizado el recorrido que me había propuesto para esta ocasión. Después de sellar la credencial del peregrino en la Catedral doy por finalizado –de momento– mi viaje, y me dirijo a la cercana estación de autobuses para coger el primero que me lleve de vuelta a Zaragoza.


Zaragoza, 23 de marzo de 2019.