25 de septiembre de 2019

Diario del Camino. De Burgos a León.

Diario del Camino de Santiago. De Burgos a León.
Caminar y contarlo.


Francisco Javier Aguirre Azaña

18 y 19 Septiembre 2019. (Burgos y Hontanas)
De nuevo en el Camino. Dispuesto a caminar de Burgos a León durante seis jornadas -cuatro de ellas de 30 kilómetros-. Caminar por las mañanas y escribir por las tardes.
El miércoles -18 de septiembre, 2019- tomo el autobús de la tarde, que desde Zaragoza me lleva a Burgos vía Logroño. Desde Logroño la carretera discurre prácticamente paralela al Camino, que hice la vez anterior. Sentado en la primera fila el autobús veo discurrir los mismos paisajes que recorrí. El autobús para en todos los sitios en que hice noche, excepto en el último: Atapuerca. Todo ello me hace rememorar aquella agradable experiencia.
Recibo una llamada. Mi hermana en Urgencias, otra vez su dolencia recurrente. Una vez en el hotel, en Burgos, consigo hablar con ella. Parece que todo está bajo control, al menos de momento. Iniciaré la travesía tal como tenía planeado -muchas reservas están cerradas y pagadas-.

Paseo los alrededores de la catedral iluminada -ya cerrada- e identifico las calles que llevan al paseo junto al río Arlanzón. Siguiendo el río, hacia el oeste, mañana encontraré el Camino, aunque hoy no he visto ninguna marca en la ciudad. Ceno una pizza en un local detrás de la catedral -en la calle detrás del ábside-.No estoy de humor para buscar algún sitio con buena comida local.

Catedral Burgos
Duermo mal y me levanto antes de que suene la alarma del despertador. Después de desayunar en el hotel -hotel Cordón: económico, pero muy céntrico y que proporciona todo lo que un humilde caminante precisa-, me pongo en camino. Aún no son las ocho y la catedral sólo tiene abierta a la oración una capilla a la derecha de la entrada principal. No puedo sellar la credencial del peregrino, tal como tenía pensado. Aunque tengo el sello de la catedral de cuando llegué a Burgos en marzo pasado.
En el puente sobre el río Arlanzón encuentro las señales del Camino y comienzo a seguirlas. Multitud de peregrinos -la mayor parte extranjeros- ya están sobre el Camino. La temperatura es fresca, agradable para el caminante. Será un día soleado, despejado, pero la temperatura máxima no sobrepasará los 25 grados.

Camino deprisa, haciendo fuerza con los bastones, inquieto y con desazón. Las noticias sobre mi hermana, el funeral de un compañero al que asistí hace dos días... La sombra de pensamientos innombrables que acechan, que golpean cuando quieren, que olvidas cuando ellos parecen olvidarte a ti, pero que permanecen reales, pacientes, inmisericordes. Camino deprisa. Quiero fundirme y perderme en el Camino, que permanece y que, a la vez, se pierde en los siglos. Camino deprisa para que el esfuerzo físico venza al desasosiego.

El paisaje a lo largo de 30 kilómetros es monótono, suavemente ondulado. Campos de cereal recolectado, de color verde grisáceo, que ni siquiera el sol radiante consigue iluminar. El camino, ancho, blanco o rojizo, serpentea subiendo y bajando levemente, sin una sombra que alivie al caminante.

Hago un alto -un café- en Tardajos, a once kilómetros de Burgos, y otro más -una coca cola y unas avellanas- en Hornillos del Camino, diez kilómetros más allá. Al cabo de seis horas de caminar llego a mi destino del día: Hontanas. Un pequeño pueblo metido en un barranco que desde la Edad Media mantiene su vocación de servicio -bien remunerado, también es cierto- a los peregrinos. Leo que pertenecía al obispo de Burgos y que su razón de existir es precisamente el Camino De Santiago. Muchas casas abandonadas, con techos y muros derruidos. Pero también media docena de albergues, con sus correspondientes bares y restaurantes, que acogen gran cantidad de peregrinos, en su mayoría angloparlantes. Lo que más llama la atención es la iglesia, con sus puertas abiertas de par en par. Al fondo, la imagen habitual de una pequeña iglesia católica, con su torre medieval rehabilitada y preparada como sala de exposiciones. La zona de las puertas es un espacio multicultural, multilingüe y multireligioso, a la vez que comercial: mercadillo de objetos religiosos y buenos deseos laicos en diferentes idiomas, limonada fresca y té caliente, que hay que pagar echando las monedas en unos platillos. En el lateral izquierdo un mural multiétnico y poli confesional: santa Teresa de Jesus y la madre Teresa de Calcuta, Gandhi y Martin Luther King, una activista de derechos civiles africana cuyo nombre no recuerdo y otros personajes religiosos y profanos. Además, velas y una cruz ortodoxas. Delante de la cruz, una mujer joven sentada sobre una alfombra roja en posición de yoga. Una estantería con biblias en más de una docena de idiomas, marcadas con sus correspondientes banderas identificativas. Pienso que el párroco debe ser un personaje curioso y que el escaso número de feligreses del pueblo se le debe quedar corto.

Hontanas

Ceno en el albergue, que cuenta con unas instalaciones modernas y bien cuidadas. En el exterior, una gran explanada elevada, con sombrillas, mesas y sillas, desde la que se puede ver la puesta de sol con el pueblo y la torre de la Iglesia en primer plano.

Hontanas, 19 de septiembre de 2019.




20 Septiembre 2019. (Boadilla del Camino)
Después de una noche de sueño inquieto y un frugal desayuno -café con leche y una tostada de pan con más agujeros que miga-, me pongo en camino poco antes de las ocho. Todavía entre las sombras nocturnas, algunos peregrinos van abandonando los albergues y tomando la calle Real de Hontanas, por la que discurre el Camino. La fresca bruma matinal desaparece conforme el sol se levanta lentamente a la espalda del caminante. El peregrino puede ver delante de él, sobre el camino blanco, su sombra alargada, menguante con el transcurso de los minutos. La sensación es de paz y armonía. Momentos como estos le recompensan de los esfuerzos que tiene que hacer en otras ocasiones.

Tras cuatro kilómetros, el camino que discurría paralelo a la carretera, se junta con ella. Hay que caminar por asfalto un buen trecho. Al poco, paso entre las impresionantes ruinas del convento de San Antón. Fundado en 1146 por Alfonso VII y en el que los monjes antoninos trataban a los peregrinos y lugareños de una enfermedad conocida como “el fuego de San Antón”. La enfermedad, que asoló Europa, fue llamada así debido a que muchos de los síntomas recordaban al martirio que sufrió San Antonio cuando se fue a orar al desierto. Además de producir alucinaciones terroríficas, las piernas y brazos se volvían negros y poco después sobrevenía la gangrena. Dichas extremidades gangrenosas podían ser arrancadas del cuerpo sin que se presentara el menor sangrado. La inmensa mayoría sobrevivía, quedando mutilados y deformados enormemente, por la pérdida incluso de los cuatro miembros. Los monjes no vacilaban ante el menor síntoma sospechoso de malignidad, en amputar brazos y piernas, que colgaban posteriormente en la puerta del hospital. La causa de la enfermedad estaba en el centeno. El pan preparado con éste grano solía estar infectado con un hongo, el cual causaba los síntomas.


Convento de S. Antón

Al cabo de ocho kilómetros llego a Castrojeriz. Primer alto, café, agua y chaqueta a la mochila. La temperatura ya ha subido, aunque es agradable. El cielo encapotado. Antes de abandonar el pueblo comienza a lloviznar. Continúo. La lluvia empieza a ser más densa. A la salida de Castrojeriz tengo que parar y ponerme la capa de lluvia. Enseguida deja de llover y vuelve de nuevo, unos instantes. Me quito la capa para afrontar la subida del Alto de Mostelares, unos cien metros de desnivel desde el valle del Río Odra. Este tramo acelera el ritmo cardíaco.

En la Fuente del Piojo, donde hay árboles, mesas y bancos de cemento, hago el segundo alto. Quedan unos diez kilómetros. Me quito las botas. Bebo agua y como unas avellanas antes de afrontar el último tramo de la jornada. Quiero llegar sobre las dos, hora a partir de la cual hay previsión de tormentas.


Poco después llego a Puente Fitero, sobre el río Pisuerga. Allí mismo comienza la provincia de Palencia y su Tierra de Campos. 
Poco a poco, el Camino deja atrás cada vez más territorios y se aproxima a su ecuador.

El paisaje es parecido al de ayer. Algo más ondulado. Los campos de girasol -listos para su cosecha- se alternan con los de cereal ya recogido. Los colores, verdes y grises, son más vivos y el verde de los árboles salpica con mayor profusión el horizonte. Aunque el Camino sigue discurriendo sin el amparo de una sombra. Afortunadamente la temperatura no pasa de 25 grados, a pesar de que las nubes ahora han desaparecido y el sol luce radiante pronto a alcanzar su cenit. La marcha se hace más pesada y monótona, fatigosa bajo un sol cada vez más intenso.


Las casas de Boadilla del Camino se ven a lo lejos, pero aún faltan unos kilómetros. Dos mujeres canadienses, con las que me he ido cruzando toda la mañana, aceleran el paso y me sobrepasan. Yo también incremento el ritmo y no dejo que ganen distancia, para finalmente pasarlas en la entrada del pueblo y llegar primero al albergue. Será el sentimiento de “macho ibérico” que uno lleva dentro, a pesar de que los tiempos no estén para alardear de ello.


El albergue “El Camino” está lleno de gente. Todos hablan inglés, unos con más acierto que otros. Me alegro de haber reservado previamente una habitación individual. Se encuentra en un edificio al otro lado de la calle. Una especie de hotelito rural con instalaciones modernas y limpias. Libre de la aglomeración del albergue. Recojo la mochila grande que ya ha llegado y voy a la habitación. Me quito botas y calcetines y me calzo las sandalias que permiten expandirse a unos píes que ya notan los 60 kilómetros de los dos últimos días. Después lavaré en el baño los calcetines, calzoncillo y camiseta. Vuelvo al albergue y pido un bocadillo de tortilla de atún y una gran jarra de cerveza -creo que me la he ganado-. Todas las mesas del patio están llenas, así es que me lo tomo sentado a la mesa donde el hospedero va atendiendo a los peregrinos: ingleses, franceses, alemanes, chinos, taiwaneses, japoneses ¿Pero es que no hay españoles en este Camino de Santiago? Parece que pocos. Está mañana sólo he encontrado a dos hombres mayores en su última jornada antes de regresar a Barcelona. Cada vez me resulta más trabajoso hablar en inglés -oxidado después de más de dos años sin usarlo- así es que no muestro mucho interés en entablar conversación con esta legión de visitantes extranjeros.
Boadilla del Camino

Boadilla del Camino tiene poco que ofrecer. Una iglesia del siglo XVI -que no puedo ver, puesto que está cerrada-. Lo más destacable es un rollo gótico -una magnífica columna muy decorada con motivos animales, jacobeos y ángeles- erigido junto a la iglesia en el siglo XV, como símbolo de la autonomía jurisdiccional que otorgó Enrique IV a la población.


Boadilla del Camino, 20 de septiembre de 2019.




21 Septiembre 2019. (Carrión de los Condes)
Hoy me levanto un poco más tarde -la distancia a recorrer es inferior que los días pasados-. Poco después de las ocho y media inicio la andada. Se pueden ver algunos charcos provocados por la lluvia nocturna, pero no son obstáculo para andar cómodamente. Una vez abandonado Boadilla del Camino, pronto se llega al Canal de Castilla. El Camino discurre pegado a su ancho cauce durante casi cuatro kilómetros. Es una caminata muy agradable, sintiendo el frescor matinal junto a los juncos y la vegetación de las orillas, bajo la doble hilera de árboles -una a cada lado- que bordean el canal.


Canal de Castilla
El Canal de Castilla es una impresionante obra de ingeniería hidráulica realizada entre mediados del siglo XVIII y el primer tercio del XIX. Iniciativa del Marqués de la Ensenada (ministro de Fernando VI) con objeto de permitir el transporte -mediante barcazas arrastradas por bestias de tiro- del trigo de Castilla hacia los puertos del Cantábrico y de allí a otros mercados. La llegada del ferrocarril lo dejó obsoleto. Posteriormente se utilizó para mover molinos de harina y batanes, y actualmente el principal uso es para riego.

S. Martín (Frómista)
Al llegar a Frómista se pueden admirar las cuatro esclusas del canal que sirven para salvar más de catorce metros de desnivel. También en Frómista es obligada la visita a la iglesia románica de San Martín (siglo XI). Me llama la atención la multitud de figuras, a modo de gárgolas, bajo los aleros de puertas y tejados, los capiteles de las columnas interiores y el cimborrio octogonal. Pero sobre todo, el ajedrezado jaques (propio de la catedral de Jaca y por ende del Pirineo aragonés) que hay bajo las cornisas exteriores y en el interior, a diversas alturas. Y que se repite en la iglesia de Santiago del vecino Carrión de los Condes.
Es curioso ver que los monumentos que no están precisamente junto a las marcas del Camino dejan de ser visitados por una gran cantidad de peregrinos. Es el caso de San Martín de Frómista, puesto que hay que desviarse 200 metros. ¿Será que los extranjeros son aleccionados en sus países a no abandonar la seguridad del Camino?

Después de tomar un café, continúo camino. De Frómista a Carrión de los Condes hay 19 kilómetros por un camino recto, llano y ancho, que discurre junto a la carretera y cruza hasta cuatro pequeños pueblos. La marcha se hace monótona. El paisaje se mantiene sin cambios: campos prácticamente llanos de cereal y algunos de girasoles. Árboles en el horizonte, sobre todo a lo largo de lo que deben ser canales de riego. Lo único que cambia son los hitos kilométricos de la carretera: 12, 11, 10, 9, 8, 7...

El cielo se va cubriendo de nubes grises que ocultan el sol y amenazan lluvia. Un viento suave, a pesar de soplar del Sur, refresca el ambiente. Camino solitario, junto a una extensa chopera. El viento mueve las largas ramas verticales de los árboles y agita sus hojas, que chocan entre sí produciendo un sonido coral magnífico.

Durante un alto en una zona de descanso consultó el móvil: previsión de lluvia a partir de las dos de la tarde. Tiempo justo para llegar a mi destino antes que la lluvia. Acelero la marcha: once minutos el kilómetro. Sin embargo unos kilómetros antes de llegar comienza a caer una lluvia fina que combinada con el viento empapan mi costado izquierdo, mientras el derecho permanece seco. Me resisto a protegerme con la capa de lluvia, empeñado en llegar cuanto antes. Pero finalmente, cuando quedan dos kilómetros, paro unos instantes para sacar la capa de la mochila y ponérmela. El viento dificulta la operación, pero cuando me la pongo agradezco el calorcito que proporciona.

Monasterio de S. Zoilo
Tengo que atravesar todo el pueblo para cruzar el río Carrión por el puente que se encuentra en el otro extremo. Llego al hotel, que se encuentra en el monasterio benedictino de San Zoilo. Un magnífico edificio del siglo XI que ahora acoge un hotel de cuatro estrellas, sin duda el mejor que he visitado a lo largo de todo el Camino. La habitación combina una decoración apropiada a semejante sitio histórico con las comodidades de un buen hotel. Desde las ventanas se ve uno de los claustros.

Después de una ducha caliente para deshacerme del frío, voy al comedor. Como opíparamente -paté de olivas, bocaditos de morcilla y ravioli de ave de corral, con vino Ribera-, pensando que finalmente ha valido la pena las marchas forzadas y la mojada de la mañana. Me propongo disfrutar la estancia en este hotel. Tan sólo la interrumpo brevemente durante la tarde con una rápida visita a la población. Entro en la antigua iglesia de Santiago, quemada durante la guerra de Independencia y que ahora es un pequeño museo de arte sacro. Lo más destacado, su fachada románica, y la portada con una interesante colección de oficios de la época, entre ellos: la famosa bailarina contorsionista, acuñación de moneda, la plañidera, músicos, etc. Los capiteles muestran la lucha entre el bien y el mal. Al salir de la Iglesia compró un bocadillo de chorizo en un bar. Algo sencillo para cenar en el hotel. No quiero hacer una cena de varios platos después de la copiosa comida.

Carrión de los Condes, 21 de septiembre de 2019.


22 de Septiembre de 2019. (Terradillos de los Templarios)
Hoy también inicio la caminata algo más tarde, pasadas las ocho y media. Es domingo y tomo mi tiempo para desayunar abundantemente en el buffet del hotel. Hay charcos en el camino y hace fresco -10 grados-. El cielo está totalmente cubierto y sopla el viento, hoy de cara. Pero la previsión meteorológica es tiempo seco, así es que camino confiado. Hoy tengo por delante una etapa corta -25,5 kilómetros-, preludio de los 30 kilómetros de mañana y pasado. La ampolla del píe derecho, que atravesé con un hilo ayer, no me molesta. Espero no tener dificultad en completar todas las etapas y llegar a León.

Vía Aquitana
Entre Carrión de los Condes y Calzadilla de la Cueza median 17 kilómetros sin población alguna. Tan sólo un bar de circunstancias, aprovechando un contenedor, que a mitad de recorrido ha montado algún paisano emprendedor. Los últimos 12 kilómetros se hacen por una recta sobre el trazado original de una calzada romana -la Vía Aquitana- que unía Burdeos con Astorga. Hace más de 2000 años ya había caminantes que pisaban este mismo terreno. La Vía sigue siendo utilizada por vehículos y tractores, aunque afortunadamente son muy escasos.

El paisaje sigue siendo el castellano de Tierra de Campos, como 
los días anteriores. Si bien durante la primera parte del recorrido de hoy es más arbolado y verde. No paro en Calzadilla. Hay un bar con una gran terraza llena de gente. Quiero llegar pronto a mi destino, pues a pesar de haber reservado una habitación, no sé qué es lo que me voy a encontrar. Paro unos minutos a unos tres kilómetros.

De Calzadilla de la Cueza a Terradillos de los Templarios, el terreno es algo más abrupto. Un andadero paralelo a la carretera evita el asfalto de la N-120. Esta carretera es la que va siguiendo el Camino desde Logroño y con la que el peregrino se cruza una y otra vez.

Llego a Terradillos de los Templarios al cabo de cinco horas de andar. El albergue, de nombre pomposo, Jacques de Molay -último Gran Maestre de la Orden del Temple-, es el más sencillo en el que he estado hasta ahora. Una habitación con dos camas sin sábanas, una mesilla y una silla; baños comunitarios. El pueblo -antiguo señorío de la orden del Temple- tampoco tiene nada que ver. Como curiosidad, en la fachada de la iglesia se conserva la placa que conmemora a José Antonio Primo de Rivera y los caídos nacionales de la guerra civil. Aunque la leyenda está muy desgastada, aún se puede leer. Hace ya muchos años que estas placas se retiraron de todos los pueblos, mucho antes de la ley de memoria histórica, por lo que extraña que esta todavía se mantenga. Parece que el tiempo transcurre despacio por estas tierras.

Alto Torbosillo
Dedico el tiempo a escribir y leer, y así descubro que según una leyenda la famosa gallina de los huevos de oro está enterrada en este pueblo: En el siglo XII había en las cercanías de Terradillos un hostal de peregrinos (hoy derruido) que llevaba el nombre de San Juan y que era protegido por los caballeros del Temple. Fue en este lugar donde los últimos templarios enterraron a la famosa gallina de los huevos de oro. Los vecinos han ubicado tradicionalmente en el Alto Torbosillo (al norte del pueblo) el emplazamiento donde se esconde el preciado animal. Según la leyenda, había en la localidad una parroquia, la de San Esteban (no se conserva en la actualidad), cuyo párroco llevaba cada año a Santiago un huevo de oro. Hasta que un día, el cabildo compostelano le dijo que no querían un solo huevo, que querían la gallina. Para que no se la pudiera llevar, los templarios la enterraron en el Alto de Torbosillo. La gallina está asociada desde tiempos inmemoriales con el preciado metal y también la Orden del Temple y su enriquecimiento, que algunos ligaban a su dominio del arte de la alquimia y, por tanto, la fabricación de cantidades ingentes de oro.

Terradillos de los Templarios, 22 de septiembre de 2019.


23 Septiembre 2019. (El Burgo Ranero)
Tras una noche en la que me ha sido difícil conciliar el sueño y después de tomar el tradicional desayuno del peregrino (café con leche, pan tostado con mantequilla y mermelada, y zumo de naranja), comienzo a caminar unos minutos antes de las ocho, todavía entre sombras. Me espera una larga andada -30,6 kilómetros-. A la salida de Terradillos de los Templarios encuentro el paisaje habitual de los últimos días: una pista que avanza entre campos de cereal y alguno de girasoles, no faltan árboles aquí o allá. Este paisaje me acompaña hasta el cercano Moratinos, que presume de bodegas excavadas en un montículo y casas de adobe (masa de barro mezclada a veces con paja). Observó que el adobe es muy empleado en las construcciones de toda la zona. Pasado Moratinos se encuentra San Nicolás del Real Camino -sonoros y grandes nombres para pueblos pequeños, como es frecuente en Castilla-, último pueblo del Camino de Santiago a su paso por Palencia. Me gusta caminar a estas primeras horas del día, solitario, en silencio. En el ambiente brumoso, la promesa de un nuevo día que aún no sabes que traerá.

Abandono la provincia de Palencia y entró en la de León -la provincia con más kilómetros de itinerario jacobeo-, aunque sorprendentemente no veo ningún cartel que lo señale. Parece que el paisaje también cambia poco a poco, el terreno se hace algo más movido, menos uniforme. Antes de entrar en Sahagún se encuentra el centro geométrico del Camino Francés, lo que significa que en dieciséis jornadas andarinas he cubierto la mitad del camino entre Roncesvalles y Santiago.



Santa María Peregrina
Al llegar a Sahagún hago el primer alto después de trece kilómetros. Un café y un poco de pudding mientras me descalzo las botas. Pregunto como llegar al Santuario de Santa María Peregrina y me dirijo allí. El Santuario, antiguo convento franciscano, es ahora un museo donde proporcionan al peregrino la acreditación de haber rebasado la mitad del Camino Francés. La “media Compostelana” como me dijeron en el albergue de Terradillos. Con el certificado en la mochila, procedo a iniciar la segunda mitad de la empresa.

Pasado Sahagún se llega a una bifurcación en la que se puede proseguir el Camino Real tradicional o desviarse por la Vía Trajana, a través de Calzada del Coto. El cruce está en una zona donde confluyen la N-120 y la autovía, y no debe estar muy bien señalizada. Yo me limito a seguir las marcas que me hacen cruzar la autovía por un puente de la carretera y me llevan al pueblo de Calzada. Atravieso el pueblo y encuentro otra bifurcación. El ramal de la izquierda, después de un trecho, vuelve a cruzar la autovía y conecta con el Camino Real. Aunque después de haber andado tres kilómetros más de los necesarios. Maldigo en mi fuero interno a los creadores de confusión que con malas artes hacen desviarse a los peregrinos para que pasen por delante de sus bares, restaurantes y tiendas. Es una picaresca que no es la primera vez que veo. Espero que Santiago les pida cuentas. Tampoco estaría de más que la Administración competente pusiese indicaciones claras para informar al peregrino de las opciones que se le presentan.
Una vez retomado el Camino, encuentro un sendero que discurre recto, paralelo a la carretera y bajo una hilera de plataneros de más de doce kilómetros, hasta El Burgo Ranero, mi destino de hoy. Aproximadamente a mitad de esa distancia se encuentra Bercianos del Real Camino, donde paro para comer una ración de morcilla de León (picado de morcilla a la plancha que se pone sobre pan tostado, como si fuera paté) y una cerveza. El alto para obtener la “media Compostelana” y el tiempo perdido en el rodeo involuntario hacen que hoy vaya con retraso y decida comer antes de llegar a mi destino, como hago normalmente. Finalmente, llego al albergue La Laguna a las cuatro de la tarde. A pesar de lo tardío de la hora no he pasado calor, la temperatura a esas horas era de 18 grados, atemperados por un viento fresco que hoy soplaba del suroeste.

En El Burgo me encuentro con un tipo con el que entablo conversación. Me dice que va a Santiago porque no tiene otra cosa que hacer. No tiene dinero y le faltan ocho meses para cumplir los sesenta y cinco y que le pasen la pensión. Ha sido profesor de sociología en la Universidad de Deusto. Me enseña la fotocopia de un artículo de periódico en el que le entrevistan. Le pregunto si no ha pedido alguna subvención para ir tirando, pero me dice que como no es negro ni habla rumano, no le dan nada. Le doy las pocas monedas que llevo en el bolsillo y le digo que me acompañe al albergue, que le pago la estancia. El hospedero dice que sólo le queda una litera alta pero que puede preguntar en el albergue municipal, que le cobrarán 6 euros. Como decide ir a ver, le pido al hospedero que me cambie y le doy al profesor 10 euros para que pueda pagar. Se despide agradeciendo el haberme encontrado.

El pueblo no tiene nada que ver. Una pequeña laguna con ranas, de ahí los nombres del albergue y del propio pueblo (Ranero). Un bar para cenar: sopa de cocido y bistec con patatas fritas. Se le han acabado los manteles de papel y la camarera me lo compensa poniéndome vino “del bueno”.

El Burgo Ranero, 23 de septiembre de 2019.

24 y 25 Septiembre 2019. (Arcahueja y León)
Antes de amanecer salgo del albergue y voy a desayunar al mismo bar de ayer. Me pongo en camino unos minutos antes de las ocho, hora en la que comienza a amanecer. Las calles están mojadas por la lluvia nocturna. El cielo preñado de nubes oscuras que presagian más lluvia. Sin embargo, el móvil dice que no lloverá hasta las dos de la tarde. Parece que hoy también tendré que apresurarme para llegar antes que lo haga la lluvia.

Retomo el Real Camino Francés. El paisaje hasta Mansilla de las Mulas es calcado al de ayer: una pista recta bajo una hilera de plataneros, paralela a la carretera -después de diez kilómetros, una única curva en el cruce con la vía del ferrocarril-. Extensas llanuras de cultivo con escasas ondulaciones y algunos árboles que se concentran en los cursos de los arroyos y canales de riego. El maíz comienza a ganar presencia y se hace mayoritario conforme avanzo. Más adelante veré una cosechadora trabajando y grandes tractores con remolque que transportan su producto.

Como me espera otra larga etapa de 30 kilómetros, me digo que voy a seguir la rutina que me he fijado estos días: primera parada después de dos horas, algo más de diez kilómetros; me quito las botas durante diez minutos; un trago de agua. A continuación, otras dos horas de caminar. Nueva parada; botas fuera durante otros diez minutos; más agua para hidratarme bien; algo de comer: avellanas, almendras, chocolatinas... Hay que recuperar fuerzas para afrontar la última parte, siempre la más trabajosa, sobre todo cuando la temperatura ambiente se eleva al mediodía. En el último tercio de cada etapa hago paradas más frecuentes, no más de una hora seguida caminando. Bebo agua más frecuentemente y procuro mantener el ritmo de más de 5 kilómetros la hora. De esta manera hago los 30 kilómetros en algo menos de seis horas caminando, a lo que hay que sumar los altos: media hora aproximadamente. Llegada a las dos y media, buena hora para comer algo en el punto de destino.

Ese es el plan, pero los planes siempre sucumben ante la realidad. A veces no hay sitio apropiado cuando toca parar, o lo que es más frecuente, hay un motivo excelente para parar cuando no toca: un bello monumento, una buena foto, un paisaje sugerente, una terraza de bar paradisiaca, una parrilla desde la que unos chorizos o panceta desprenden un aroma al que el caminante no se puede resistir...

En fin, es bueno hacer planes, pero hay que adaptarse a la realidad. Hoy, la realidad es que en el bar Gil de Reliegos hay buen café y buenos almuerzos, aunque yo sólo tomo bizcocho de manzana, excelente. Previamente he pasado de largo por el Teddys, con una bandera belga y otra inglesa en la puerta. Definitivamente, eso no es para mí. Y en Mansilla de las Mulas hay mercado en la plaza: frutas y verduras, quesos y embutidos. No puedo dejar de echar un vistazo, aunque no esté dispuesto a cargar con más peso. Y en Puente Villarente, como su nombre indica, un soberbio puente de veinte ojos que hay que admirar desde la pasarela que acertadamente han construido para los peregrinos.

Puente Villarente
Pasado Mansilla de las Mulas, el Camino transcurre en su mayor parte pegado a la carretera N-601, obligando en muchas ocasiones a ir por asfalto. El paisaje se torna más urbano, anuncia la proximidad de la capital.

León
Después de un último alto cinco kilómetros antes de llegar, alcanzo mi destino: el hotel Camino Real de Arcahueja. Afortunadamente no se ha cumplido la predicción de lluvia y llego sin novedad a las dos y media. Ducha y comida en el hotel. Tarde de descanso; consulta de itinerario para mañana, de horarios de tren y autobús. Y tiempo para escribir estas líneas, como todos los días. Mañana completaré los siete kilómetros que me separan de la catedral de León, punto final de este viaje. E iré a coger el autobús o el tren de vuelta a Zaragoza. El resto del Camino, poco más de 300 kilómetros, me tendrá que esperar.

Arcahueja, 24 de septiembre de 2019.

8 de septiembre de 2019

Los dados.


Yo era feliz con Renata, razonablemente feliz. 

Antes de ella mi vida había estado dedicada exclusivamente al trabajo. Preocupaciones y sinsabores, para acabar siendo engañado por la persona en que confiaba, quien provocó la quiebra del negocio, dejándome como responsable ante tribunales, trabajadores y clientes. Abandonado al fin por mi esposa. Después de meses de fría convivencia y soledades compartidas, reproches en voz baja e insultos en voz alta, ella se fue junto con la vida desahogada y las comodidades que proporcionan el dinero.

Pero más tarde apareció Renata. Alta, de piel blanca y pelo moreno, largo y rizado, esbelta y misteriosa. Me enamoré perdidamente y supe que ya no habría otra mujer para mí. Que mi vida, desde ese momento, estaba en sus manos. Vivimos unos años dichosos en que éramos felices. Yo sólo quería estar a su lado, hablarle, conocer sus más profundos sentimientos. Aunque ella se mostraba reticente sobre su pasado, a veces callaba y la sentía ausente, lejana.

A Renata le gustaba el mundo esotérico y me dejé convencer para visitar una echadora de cartas. Aunque realmente lo que echó fueron unos dados con diferentes dibujos en cada una de las caras. En uno de los dados apareció una bombilla y la mujer me dijo que era la luz, una nueva vida, tal vez un nieto. Otro dado mostraba una herradura: buena fortuna. En el tercero aparecían dos caras, una sonriente, otra llorando. Aquí la mujer se puso seria y me dijo: “Veo un hombre más joven que tú. No te enfrentes a él. Tu mujer siempre lo amará más a él que a ti”. Yo, escéptico, hablé a Renata de las primeras premoniciones –la adivinadora no admitía acompañantes en sus sesiones–, cosas que se le pueden decir a la mayoría de la gente sin miedo a equivocarse. Y me olvidé del vaticinio.

Al cabo de unos meses mi hija me escribió que estaba embarazada, después de años de espera, finalmente un bebe crecía en su seno. Me sentí invadido por una plenitud vital. Poco después, acabaron los juicios por la quiebra de la empresa y el divorcio, de forma satisfactoria para mí, dadas las circunstancias. Entonces Renata me dijo: “No ves, incrédulo, como la adivinadora tenía razón”.

Y aquello fue el inicio de mi pesadilla. Recordé sus últimas palabras, grabadas a fuego en mi mente. Yo no podía perder a Renata. Prefería morir antes. El pensamiento se convirtió en obsesión. Comencé a desconfiar de ella cuando no estaba conmigo, la seguía. Renata tenía un pequeño apartamento en el que había vivido antes de conocerme, al que iba de vez en cuando. Uno de los días en que la seguía me pareció ver un hombre joven, apuesto, con barba recortada y ojos claros que salía del portal mientras Renata estaba en el apartamento. Muerto de celos me propuse vigilarla más estrechamente.

Yo me había hecho con una llave del apartamento y estaba muy atento a los acontecimientos. Le vi a él entrar detrás de ella y entonces decidí hacer frente al peor de mis terrores. Estaban en la cocina, Renata le cogía por las manos y le miraba embelesada. Yo, sin pensarlo, cogí un cuchillo que estaba sobre la mesa y lo aseste en el pecho de él. Le atravesé el corazón y cayó muerto al suelo. Renata gritó: “Has matado a mi hijo. ¡Asesino!”. La negrura que habitaba mi mente desapareció como un rayo y fue sustituida por una clara y fría angustia que me acompañará hasta el día de mi muerte.

Ya en prisión, supe que Renata había sido violada a los dieciséis años por su padre. Repudiada por su madre y, embarazada, fue abandonada a su suerte en medio de una sociedad hostil e inmisericorde.

Zaragoza, 8 de septiembre de 2019.