7 de abril de 2020

Asesinato perfecto.

Yo había sido feliz en mi matrimonio, hasta que asesiné a mi mujer. Cuando me dijo que quería divorciarse tuve que decidirme rápidamente. La situación creada por la pandemia del covid-19 no iba a durar siempre. La posibilidad de enmascarar una muerte entre los miles de casos de enfermedad que se computaban cada día fue lo que me decidió.

Habíamos sido una pareja feliz, incluso apasionada al principio. Después nos fuimos distanciando. Primero llegó la indiferencia, en seguida la antipatía mutua. Últimamente, casi no nos hablábamos, dejamos de compartir la cama. Ella comenzó a utilizar el wasap a todas horas. Activó el acceso de su teléfono con huella digital, por lo que me era imposible saber con quién se comunicaba.

En mitad del confinamiento durante la pandemia, me dijo que se divorciaría cuando terminase el aislamiento, que tendría que irme de la casa, que hablaríamos de la pensión, del reparto de todo. Le pregunté si tenía un amante –su actitud de los últimos meses la delataba–. Me contestó evasivamente: “¡No!, pero eso sería lo de menos. Ya no te soporto, ni tú a mí. Es lo mejor para los dos”. Supe que me mentía. Tras más de diez años como inspector de policía sé cuando me mienten.

Esa misma noche la asfixié con la almohada mientras dormía. Al día siguiente llamé al servicio de atención a enfermos con coronavirus para comunicar que mi mujer estaba enferma. Me dijeron que permaneciese en casa, que llamarían para conocer su evolución. Sabía lo que tenía que hacer: describir un empeoramiento gradual que le llevaría a una muerte súbita a los pocos días. Vendrían a recoger el cuerpo, no habría autopsia, no habría demasiadas preguntas, un caso desgraciado más.

Mi preocupación era su amante, sus conversaciones a través del teléfono móvil. Lo desbloqueé utilizando su dedo ya inerte. Utilizaban nombres supuestos: Isabel y Diego –me pareció patético que a su edad jugasen a ser los amantes de Teruel–. Yo no tenía nombre, simplemente era “él”. Durante esos días tenía que prestar atención al wasap a todas horas, incluso en el trabajo. Fui espaciando los mensajes de Isabel, enfriando el tono apasionado que usaba, relatando los síntomas de la enfermedad que avanzaba día a día. El agravamiento llegó parejo con los remordimientos. En su último mensaje Isabel abandonaba a Diego, sólo quería superar la enfermedad y volver con su marido al que, ahora se daba cuenta, había amado siempre.

Después de ese último mensaje me sentía francamente bien. Había ejecutado el crimen perfecto, de una forma hábil e inteligente. Y había humillado al amante de mi mujer, a ese Diego Marcilla de pacotilla.

Al día siguiente me mostré desconsolado en la Jefatura: acababan de llevarse el cuerpo de mi mujer, fallecida por la infección. Estaba desecho, pero continuaría trabajando en estos momentos en que éramos más necesarios que nunca.

El que se mostró más conmovido fue mi compañero. Por un lado era normal que se interesase, habíamos sido amigos desde la Academia y llevábamos años trabajando juntos. Pero, por otra parte, comencé a sospechar ante su insistencia en preguntar y repreguntar: parecía que utilizaba la técnica que usamos con los criminales para que se contradigan. Sin embargo, estaba tranquilo; siempre había sido más inteligente que él. Y además, él también tenía algo que ocultar: su traición a un amigo.

Dos días después me encuentro trabajando en mi mesa de despacho. Veo a mi compañero que se dirige hacía mi flanqueado por dos policías de uniforme. En la mano lleva un papel de la compañía telefónica. Como un rayo mi cerebro se abre: ha comprobado que los mensajes de wasap fueron enviados desde la Jefatura, que no pudo enviarlos mi mujer desde casa. Comprobarán el cadáver. ¡Me van a detener!

Zaragoza, 7 de abril de 2020