12 de diciembre de 2020

Realidad difusa.


Cuando murió Elisa, me obsesioné. Quería saber por qué se rindió desde el primer día a la enfermedad, por qué callaba y me miraba melancólicamente cuando le decía que no podría vivir sin ella. ¿Por qué aceptó sumisa su final, sin aceptar la ayuda de los mejores médicos que yo podría haberle proporcionado?


El funeral fue muy concurrido. Durante un tiempo interminable recibí los pésames de amigos y conocidos, y también de desconocidos. Todas las caras iguales, los gestos y las palabras semejantes. Sólo recuerdo una: una mujer madura, con mirada serena, aún bella, con un vestido blanco cubierto por un velo transparente de color azul mar que caía desde su cabeza, sujeto a su alto moño moreno, parecía la sacerdotisa de un culto antiguo. Los mismos gestos, las mismas consabidas palabras, pero –no me di cuenta hasta que todo termino– depositó en mis manos un pequeño libro.

Horas más tarde, tuve ocasión de leerlo. Era la historia de la Sibila de Cuma. La que acompañó a Eneas a los Infiernos y lo guío hasta llegar a los Campos Elíseos, morada feliz de los virtuosos, donde escuchó la música de Orfeo y encontró a su padre Anquises.

Decidí liquidar mis negocios. Suscribí con varios bancos unas carteras de valores que me permitirían vivir desahogadamente, y alquilé un pequeño apartamento en el barrio EUR de Roma. Desde allí, recorrí Italia buscando en las bibliotecas clásicas los textos que se referían a las sibilas, las mujeres clarividentes de la mitología greco-romana que tenían el don de profecía y que fueron acogidas por la cultura cristiana con la misma consideración que los profetas judíos del Antiguo Testamento.

Visité el Templo de Segismundo Malatesta –actual catedral de Rímini– con sus diez sibilas esculpidas en la capilla de los mártires, y allí pude verla otra vez, con el mismo vestido blanco bajo el velo azul. Intenté acercarme a ella, pero la multitud de visitantes que se interponía entre nosotros retrasó mi avance y cuando llegué a donde la había visto, ya no estaba. Quise llamarla, pero no sabía como hacerlo. Y lo mismo sucedió en la majestuosa catedral de Siena. Siempre llevaba el librito en el bolsillo interior de la chaqueta, junto al corazón. Me encontraba mirando los magníficos mosaicos en mármol de las nueve sibilas, en el pavimento de la catedral. Intentaba descifrar el texto que mostraba la Sibila Cumana cuando la vi al otro extremo de la nave. Sorteando la abigarrada multitud me dirigí hacía ella, pero había desaparecido cuando llegué a su altura.

Siempre ocurría lo mismo: en la Capilla Sixtina, en cuya bóveda Michelangelo Buonarroti había pintado las cinco sibilas más famosas –entre ellas la Cumana– y en la iglesia romana de Santa María de la Paz, donde poco después Raffaello Sanzio pintó las cuatro suyas –la Cumana, a la izquierda–. Ella estaba allí, entre la gente, pero yo no podía alcanzarla, como en esas pesadillas en que uno no puede alcanzar su destino por más que se esfuerce.

Así es que decidí cambiar de táctica. Tenía que reunirme con ella a solas. Me trasladé a Nápoles y estuve varios días rondando el sitio arqueológico de Cuma. Una noche de luna llena –ni siquiera necesitaba linterna–, salté por encima de la cancela metálica. El guarda estaba dormido, haciendo equilibrios para no caerse de la silla, en el interior de la garita de acceso. Recorrí el paseo de laureles y antes de comenzar la ascensión a la colina volcánica llegué al antro de la Sibila, la cueva donde hacía sus profecías.

Fui recorriendo los 130 metros de la galería trapezoidal excavada en la roca. La luna, desde la derecha, iluminaba mis pasos a través de los tragaluces perforados en la bóveda a intervalos regulares. 

Al fondo, en la cámara esculpida en la roca de tufo volcánico, estaba ella. 

-- Quiero hablar con Elisa –dije aparentando una seguridad que no tenía.

-- Mi voluntad no puede imponerse a la voluntad de aquellos a los que presto mis servicios –me contestó, haciendo honor a su naturaleza sibilina.

Sin saber que decir, me limité a sacar el librito y enseñárselo.

-- Cuida de obtener lo que deseas, porque puede ser tu desgracia –vaticinó.

Hizo un gesto de ofrecimiento con su mano derecha y dando un paso atrás, se ocultó en la oscuridad. Un rayo de luna iluminó la figura de Elisa.

-- Elisa, mi amor. ¿Por qué me dejaste? ¿Cómo puedo recuperarte?

-- Me perdiste cuando renunciaste a ser tú, cuando el éxito, la ambición y la soberbia te convirtieron en un ser insensible, violento a veces.

Quise resarcir el sufrimiento que había causado. Empleé mis artes de buen negociante y llegué a un acuerdo con la sibila: dejaría volver a Elisa con el yo que fui, aquel extraño que había olvidado hace tiempo. Mientras tanto, yo esperaría su regreso, al final de sus días, deambulando en compañía de la sibila por el lago Averno, junto a Cuma.


Zaragoza, 12 de diciembre 2020.