22 de febrero de 2019

Recuerdos de la infancia.

La infancia es como un viaje en un tren de cercanías, que avanza lentamente, parando en todas las estaciones, pero que inexorablemente llega a su final y tenemos que bajarnos aunque no queramos.

Durante mi infancia yo alcancé a subirme en aquellos vagones antiguos, de hierro, ventanas que se deslizaban hacia abajo para que el aire refrescara a los pasajeros y bancos corridos de madera a ambos lados de un pasillo central. Eran los de tercera clase, al final del convoy. Precedidos por los de segunda, más modernos, más limpios, que utilizábamos más frecuentemente porque valía la pena pagar un poco más. Los de primera, no forman parte de mi niñez. Esos sólo los conocí más adelante.

El tren nos llevaba a la estación de Atocha. Era una estación en fondo de saco, un edificio de grandes dimensiones, de ladrillo e hierro forjado. El trasiego de viajeros, ferroviarios, maleteros, vendedores y simples mirones era continúo, siempre vigilados por alguna pareja de la guardia civil. Bajábamos del tren donde ahora hay un bosque tropical con plantas acuáticas, cientos de ranas y peces de colores. Actualmente, Atocha es otra cosa. Ya no es el destino de los viajes de mi niñez. El lugar donde me compraban una mirinda y un bocadillo de calamares, que además de a bocados, se ingería aspirando el vapor del aceite en que se freían, que emanaba de grandes sartenes.

La infancia es novedad, descubrimiento, primeras veces y también aburrimiento. Bocadillos de pan con aceite y azúcar, cumpleaños de galletas Cuetara envueltas en fundas de colores. Canicas, chapas y tabas, tebeos y cromos. Pedradas, tirachinas y arcos hechos a mano. Pesetas, quioscos de chucherías y botellas de cristal de La Casera, con tapón de cerámica, goma y metal. Excitantes noches de verano en libertad. Libros, exámenes, castigos de rodillas frente a la pared y temidas notas.

Durante mi infancia apareció la televisión. En verano, los vecinos se agrupaban frente a las ventanas para verla mientras tomaban el fresco en la calle, sentados en sillas de madera. A mí lo que más me gustaba eran las aventuras de unos viajeros del espacio que iban de galaxia en galaxia. Al poco murió mi abuelo. Un señor alto, que vivía con nosotros un mes sí y otro no. Vestido de negro, que al caminar se apoyaba en un bastón de madera. Afable. Siempre me daba una peseta cuando no lo veía mi madre. Mi madre dijo que había que guardar el luto: un año. Pero la televisión era una cosa nueva y no debía estar muy claro cual era la regla aplicable. Mi madre dijo que tendría que ser al menos seis meses. Ante mis protestas y lamentaciones, reconsideró: empezaríamos por tres meses, luego ya veríamos. Pero mis súplicas infantiles hicieron efecto. La televisión se volvió a encender a la semana.

Zaragoza, 22 de febrero de 2019.

19 de febrero de 2019

Mesa en la sombra.

El sol poniente entra por el ventanuco de mi celda de la vetusta cárcel napolitana de Poggioreale. La sombra de los tres barrotes se proyecta sobre la pequeña mesa de formica adosada a la pared desconchada. A pesar del calor sofocante de las tardes de estío que impregna este calabozo infecto, me gusta sentarme en la silla de plástico blanco mirando a lo alto, a través de la ventana, y ver el cielo brumoso que se va anaranjando hasta transformarse en negrura luminosa al otro lado de los barrotes.

Y me gusta recordar otra mesa. La mesa alargada, de madera maciza, bajo la sombra de un frondoso limonero y esbeltos pinos en el jardín de mi casa en la ladera del monte Posillipo, dominando la sublime curva de la bahía de Nápoles, con la doble joroba del Vesubio al fondo. Cuando en tardes como esta recibía al “sindico” y sus concejales, diputados y senadores, cónsules y empresarios que se apresuraban a acudir cuando les llegaban mis invitaciones a las cenas de diez platos que prodigaba cada verano.

Yo, un humilde hijo de ferroviario, que me había hecho hombre peleando en las calles del Puerto y que había llegado a la cúspide del “sistema” [camorra napolitana] gracias a mi resolución y perspicacia en los negocios. Al que todos respetaban y solicitaban favores. Al que adulaban porque podía encumbrarlos y temían porque podía arruinarlos. El que hacía florecer el dinero en medio de la inmundicia y el sufrimiento. Quién había llegado a acumular tanta influencia que se había convertido en una amenaza para muchos. Hasta que me detuvieron por un estúpido asunto de evasión de impuestos preparado por abogados corruptos. Como si me importasen algunos miles de euros más o menos.

Y ahora, durante varios años, sólo puedo ver pasar las nubes a través de los tres barrotes del ventanuco de mi celda, sentado ante esta nauseabunda mesa carcelaria. Recordando la mesa alargada, de madera maciza, traída de la casa de mis padres, bajo la sombra vespertina del limonero de mi jardín en el Posillipo.

Zaragoza, 19 de febrero de 2019.

4 de febrero de 2019

Órdago

Breve incursión en el género policíaco / negro. El protagonista, José Cherleston (Chele), es un detective privado con una vida de desventuras, trampas y engaños.

Órdago *