6 de septiembre de 2025

Recordando a Bécquer en el Monasterio de Veruela



Homenaje a Bécquer: El peregrino perpetuo

Gustavo Adolfo Bécquer en una de sus Cartas desde mi celda, titulada La Virgen de Veruela, recoge la leyenda del origen del Monasterio de Veruela, en una de cuyas celdas la escribió.

Monasterio de Veruela

Bécquer nos sitúa en el lugar y en el tiempo de esta manera: «En el valle de Veruela, y como a una media hora de distancia de su famoso monasterio, hay, al fin de una larga alameda de chopos que se extiende por la falda del monte, un grueso pilar de argamasa y ladrillo. En la mitad más alta de este pilar, cubierto ya de musgo, merced a la continuada acción de las lluvias, se ve una especie de nicho, que en su tiempo debió contener una imagen, y sobre el cónico chapitel que lo remata, el asta de hierro de una cruz cuyos brazos han desaparecido. Un arroyo de agua cristalina corre allí con un ruido apacible, medio oculto entre el espeso festón de juncos y lirios blancos que dibuja sus orillas, y en el verano, las ramas de los chopos, agitadas por el aire que continuamente sopla de la parte del Moncayo, dan a la vez música y sombra. Llaman a este sitio La Aparecida, porque en él tuvo lugar, hará próximamente unos siete siglos, el suceso que dio origen a la fundación del célebre monasterio de la Orden del Císter, conocido con el nombre de Santa María de Veruela».


Corría el año 1141 cuando Don Pedro Atarés, señor de Borja y uno de los más poderosos magnates de aquella época, salió de cacería por las faldas del Moncayo, acompañado por sus ballesteros, pajes y ojeadores. Sobrevino la tarde sin que, cosa verdaderamente extraordinaria en aquel sitio, encontrasen una sola pieza. Se disponían a volver al castillo cuando una corza salió de unas matas próximas. Aunque no era la hora más a propósito para darla caza, pues se hacía cada vez más densa la oscuridad del crepúsculo, aumentada por la sombra de unas nubes, precursoras de una fuerte tormenta, Atarés dio orden de perseguirla, mandando a los ojeadores por un lado y a los ballesteros por otro, saliendo a brida suelta, seguido de sus pajes, a quienes pronto dejó rezagados. Como era de suponer, la corza se perdió en lo más intrincado del monte. A la media hora de correr en busca suya, cada cual en una dirección diferente, Don Pedro Atarés se encontró completamente solo, en un paraje desconocido, en medio de la oscuridad y envuelto por una gran tormenta.

Temiendo por su vida, imploró la protección de la Virgen María, quien atendiendo a sus ruegos se le apareció, le protegió del temporal y le hizo entrega de una pequeña imagen suya depositada sobre una encina. A cambio de su auxilio, la Virgen María encomendó a Don Pedro levantar en el mismo lugar un monasterio a Ella dedicado.

Don Pedro Atarés no dejó pasar mucho tiempo sin realizar el deseo que había manifestado la Virgen. Y así, el suntuoso monasterio, con su magnífica iglesia, semejante a una catedral, sus claustros imponentes y sus almenados muros, levantóse como por encanto en medio de aquellas soledades.

Hacia el final del relato Bécquer nos dice: «Yo oí por primera vez referir la historia que a mi vez he contado, al pie del humilde pilar que la recuerda, y antes de haber visto el monasterio, que ocultaban aún a mis ojos las altas alamedas de árboles, entre cuyas copas se esconden sus puntiagudas torres».


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