9 de octubre de 2018

Primer contacto con la literatura.

Mi primer contacto con la literatura.

¿Cuál fue tu primer contacto con la lectura?, la pregunta me hizo evocar aquel tiempo adolescente en que leía cualquier cosa que cayera en mis manos. Me gustaba leer y ocupaba en ello gran parte del tiempo libre, que debía ser mucho pues recuerdo aquella sensación acusada de esperar a que ocurriera algo distinto, o de que llegase la Navidad con su parafernalia de belenes, villancicos y adornos, o el verano para no tener que ir al colegio, o el sábado para ver la película del oeste en la televisión. Sensación de espera, de anhelo indefinido y persistente, y también muchas veces, de aburrimiento.

Pero ahí estaban los libros para llenar el tiempo. Los libros de casa, del portentoso Círculo de Lectores, o tomados en préstamo del colegio, o de la biblioteca pública. Libros leídos sin ton ni son, sin criterio ni guía: desde el apache Winnetou de Karl May, a las novelas de Blasco Ibáñez o Baroja, o las leyendas de Bécquer; desde los libros de Martín Vigil a los de Curzio Malaparte, o Dostoievski.

Aunque…, una vez abierta la caja de recuerdos, tirando del hilo de la memoria, me tendría que remontar a unos años antes. Porque, realmente, mis primeras lecturas voluntarias, no impuestas como deberes, fueron los “cuentos”. Lo que años más tarde pasó a denominarse “comics”: el Capitán Trueno, Roberto Alcázar y Pedrín, el sargento Gorila, TBO y sobre todos: Mortadelo y Filemón.

Entre los momentos más felices de los calurosos veranos infantiles se encuentran aquellos en los que con un montón de cuentos bajo el brazo iba a casa de algún amigo, o ellos venían a la mía, y nos decíamos “te cambio cuentos”. Cada uno revisaba el montón del otro, separando los que no había leído. Después llegaba el momento del trueque, un cuento nuevo, comprado el domingo anterior, en color, no valía lo mismo que uno sobado, viejo o en blanco y negro. Había que negociar e intentar que el montón creciese, nuevas oportunidades para intercambios posteriores. Algunos días, si había suerte, cambiabas diez o más, lo que suponía una gran satisfacción. Otros días, sólo dos o tres, una decepción.

Después, venía lo mejor. A la hora de la siesta, cuando todo el mundo en casa dormía, leía las nuevas adquisiciones, tumbado en el suelo de la sala de estar, sin camiseta y descalzo, sintiendo el frescor de las baldosas en una humilde casa, tórrida en mitad del verano abrasador. ¿Qué leer primero: uno de guerra, o de policías, o el tebeo? Por supuesto, los mejores –Mortadelo y Filemón– para el final.

Zaragoza 9 de octubre de 2018.


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