
Yo estaba paralizado frente a aquella puerta, con un nudo en las entrañas y la boca seca, incapaz de articular una palabra, agarrando fuertemente la cartera negra en la que llevaba todo lo necesario para realizar mi cometido. Quería salir corriendo, olvidarme de todo, coger un avión y volver a la seguridad de mi casa. Pero no podía. Mi jefe había sido taxativo, me había mandado a Dublín con un objetivo claro. Si no lo hacía perdería todo lo que me había costado tantos años y tanto esfuerzo conseguir.
Al cabo de dos minutos la puerta se abrió unos centímetros. Pude ver, apenas, un techo alto del que suspendía una lámpara blanca, redonda, que arrojaba su luz eléctrica al ambiente brumoso y gris de aquella mañana dublinesa. Bajo la lámpara, una mujer delgada. Era casi una niña, asiática, sonriente, hablando con alguien que no alcanzaba a ver. Rogué que no tuviera nada que ver con lo que me había llevado allí.
Pensé “no puedo hacerlo”. Iba a dar media vuelta cuando la puerta terminó de abrirse. La muchacha salió. Detrás de la puerta apareció una mujer en sus cuarenta, atractiva, ojos claros y hermosa cabellera pelirroja. Comenzó a hablarme en inglés. Sorprendido, me di cuenta de que entendía parte de lo que me decía. Me daba la bienvenida, se imaginaba que era el nuevo alumno que comenzaba el curso de inglés y me decía que la primera clase empezaría en cinco minutos. Mi cuerpo se relajó, conseguí articular algunas palabras de presentación y crucé aquella puerta de la ‘Trinity Academy of English’.
Zaragoza, 24 de noviembre de 2018
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