
Antes de ella mi vida había estado dedicada exclusivamente al trabajo. Preocupaciones y sinsabores, para acabar siendo engañado por la persona en que confiaba, quien provocó la quiebra del negocio, dejándome como responsable ante tribunales, trabajadores y clientes. Abandonado al fin por mi esposa. Después de meses de fría convivencia y soledades compartidas, reproches en voz baja e insultos en voz alta, ella se fue junto con la vida desahogada y las comodidades que proporcionan el dinero.
Pero más tarde apareció Renata. Alta, de piel blanca y pelo moreno, largo y rizado, esbelta y misteriosa. Me enamoré perdidamente y supe que ya no habría otra mujer para mí. Que mi vida, desde ese momento, estaba en sus manos. Vivimos unos años dichosos en que éramos felices. Yo sólo quería estar a su lado, hablarle, conocer sus más profundos sentimientos. Aunque ella se mostraba reticente sobre su pasado, a veces callaba y la sentía ausente, lejana.
A Renata le gustaba el mundo esotérico y me dejé convencer para visitar una echadora de cartas. Aunque realmente lo que echó fueron unos dados con diferentes dibujos en cada una de las caras. En uno de los dados apareció una bombilla y la mujer me dijo que era la luz, una nueva vida, tal vez un nieto. Otro dado mostraba una herradura: buena fortuna. En el tercero aparecían dos caras, una sonriente, otra llorando. Aquí la mujer se puso seria y me dijo: “Veo un hombre más joven que tú. No te enfrentes a él. Tu mujer siempre lo amará más a él que a ti”. Yo, escéptico, hablé a Renata de las primeras premoniciones –la adivinadora no admitía acompañantes en sus sesiones–, cosas que se le pueden decir a la mayoría de la gente sin miedo a equivocarse. Y me olvidé del vaticinio.
Al cabo de unos meses mi hija me escribió que estaba embarazada, después de años de espera, finalmente un bebe crecía en su seno. Me sentí invadido por una plenitud vital. Poco después, acabaron los juicios por la quiebra de la empresa y el divorcio, de forma satisfactoria para mí, dadas las circunstancias. Entonces Renata me dijo: “No ves, incrédulo, como la adivinadora tenía razón”.
Y aquello fue el inicio de mi pesadilla. Recordé sus últimas palabras, grabadas a fuego en mi mente. Yo no podía perder a Renata. Prefería morir antes. El pensamiento se convirtió en obsesión. Comencé a desconfiar de ella cuando no estaba conmigo, la seguía. Renata tenía un pequeño apartamento en el que había vivido antes de conocerme, al que iba de vez en cuando. Uno de los días en que la seguía me pareció ver un hombre joven, apuesto, con barba recortada y ojos claros que salía del portal mientras Renata estaba en el apartamento. Muerto de celos me propuse vigilarla más estrechamente.
Yo me había hecho con una llave del apartamento y estaba muy atento a los acontecimientos. Le vi a él entrar detrás de ella y entonces decidí hacer frente al peor de mis terrores. Estaban en la cocina, Renata le cogía por las manos y le miraba embelesada. Yo, sin pensarlo, cogí un cuchillo que estaba sobre la mesa y lo aseste en el pecho de él. Le atravesé el corazón y cayó muerto al suelo. Renata gritó: “Has matado a mi hijo. ¡Asesino!”. La negrura que habitaba mi mente desapareció como un rayo y fue sustituida por una clara y fría angustia que me acompañará hasta el día de mi muerte.
Ya en prisión, supe que Renata había sido violada a los dieciséis años por su padre. Repudiada por su madre y, embarazada, fue abandonada a su suerte en medio de una sociedad hostil e inmisericorde.
Zaragoza, 8 de septiembre de 2019.
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