5 de enero de 2019

Pensamientos breves (II)

Lealtad versus Fidelidad.
Más allá de las definiciones del diccionario, tras muchos años trabajando bajo estos principios, he llegado a formar una idea personal de lo que significa cada uno de ellos.

La fidelidad es unívoca, de una persona subordinada a otra (un superior jerárquico) o a una norma cuyo cumplimiento no se cuestiona. No se tienen en cuenta las circunstancias que puedan acompañar a cada caso particular y por tanto el cumplimiento del precepto es ciego.

La lealtad, en cambio, es un concepto más amplio, omnidireccional. Entre personas, es una relación biunívoca, exige fidelidad, confianza y honestidad no sólo del subordinado hacia el superior jerárquico, sino también de este último a sus subalternos, o de otra manera esa relación de lealtad se rompe. Además, exige el respeto a los principios, valores y objetivos de la institución a la que se sirve, primando el bien común, el interés público o colectivo sobre el personal.

La lealtad exige honestidad, capacidad de disentir con el jefe cuando se considera que puede estar equivocado, aunque finalmente se sigan fielmente sus órdenes una vez tomada una decisión. La fidelidad no contempla ningún tipo de crítica ni capacidad de disentir, es ciega.

Quien exige lealtad a su persona, pero no corresponde con su propia lealtad al resto; quien busca su interés particular e inmediato y está dispuesto a sacrificar el interés común, no merece esa lealtad; únicamente busca fidelidad personal, irracional, como la que un perro tiene por su amo.

Una organización que prima la fidelidad sobre la lealtad está llamada a entrar en decadencia. Los intereses personales se acaban convirtiendo en la guía de sus líderes, que no tienen contestación en su entorno y acaban endiosados, confundiendo lo que no es más que una visión personal con la verdad general. Los que quieren llegar a posiciones de liderazgo se ven obligados a eliminar cualquier criticismo y finalmente la organización es dirigida no por los mejores, sino por los que mejor se adaptan a esa línea de actuación. La organización desperdicia el potencial humano con que cuenta y va perdiendo su capacidad de innovación y adaptación a una realidad que evoluciona continuamente.

El respeto mutuo y el respeto de las normas generalmente aceptadas son las claves de una convivencia pacífica. 

Las sociedades humanas son diversas y complejas. En los países avanzados conviven multitud de grupos sociales con diferentes religiones, etnias, culturas y valores. Incluso dentro de un mismo grupo social, las personas tienen diferentes ideas, perspectivas, puntos de vista e ideologías distintas. Una imposición forzada a alguien de un sistema de valores diferente, generalmente provoca rechazo y enfrentamiento, que pueden llegar a romper la concordia y la paz social. Si se quiere mantener esa armonía, el respeto mutuo en las relaciones personales (evitando la provocación, el insulto y el desprecio) y el respeto de las normas establecidas socialmente (aceptadas por la mayoría) son la clave.

Se puede replicar que en muchas ocasiones si no se rompiesen las normas establecidas, las sociedades no evolucionarían ni progresarían. En efecto, en la historia se pueden ver muchos ejemplos de cambios a través de conflictos. Actualmente, las sociedades democráticas ofrecen mecanismos para cambiar las normas respetando precisamente los procedimientos establecidos para ello y evitando disputas violentas.

El valor de una persona se mide por sus hechos, no por sus palabras.
Hablar es fácil, especialmente cuando no se tiene intención de cumplir lo que se dice. Pero lo que tiene valor es lo que realmente se hace, la acción. La calidad de una persona se basa en la coherencia entre lo que dice y lo que realmente hace.

La experiencia nos demuestra que muchas personas hablan de una forma pero actúan de otra, no habiendo congruencia entre sus palabras y sus actos. No podemos dar nuestra confianza a quién obra de esa manera. Quién demuestra mayor coherencia entre palabras y hechos merece más consideración y respeto.

Como dijo el Evangelista Mateo: “Por sus hechos los conoceréis”.

El hombre es incoherente por naturaleza.
Hablando en términos generales, todas las personas son incongruentes en ciertas ocasiones o situaciones de su vida. Es prácticamente imposible encontrar integridad incondicional u honestidad absoluta. Cualquier persona es proclive a hacer excepciones en su forma de pensar y actuar en favor de personas cercanas. 


Las personas, de forma habitual, aplican unos criterios y estándares determinados en su vida, a la hora de juzgar los hechos que observa o de los que tiene conocimiento. Lo hacen de acuerdo con un sistema de valores que le es propio, que puede ser más o menos exigente según las características de cada cual. Pero -la experiencia nos dice- ese sistema de criterios y valores habituales se relaja cuando se aplica a personas cercanas: conyugue, hijos, amigos, también a uno mismo, buscando un posible beneficio o tratando de evitar un perjuicio. La objetividad  que se aplica a terceros se pierde cuando juzgamos lo propio.

Por otro lado, también es habitual observar que muchas personas quieren y exigen a sus gobernantes cosas contrapuestas, aun siendo conscientes de que son incongruentes entre sí, de que hay que elegir entre una y otra porque no se pueden conseguir las dos al mismo tiempo. Pero se autoengañan, se aferran a justificaciones que en su fuero interno saben que son incoherentes e incompatibles. 


Dado que, como se afirma al principio: somos incongruentes por naturaleza, para minimizar la frustración y los daños que se producen en estos casos, es necesario apoyarse en una serie de principios: el conocimiento racional antes que el sentimiento; un sistema de valores sociales basados en el bien común y la ejemplaridad; la puesta en evidencia de las incongruencias y las tácticas populistas; el establecimiento de un modelo ideal a seguir, a pesar de que pueda parecer utópico.

El hombre es el peor enemigo del hombre.
No por viejo este aforismo ha dejado de tener validez. Cuando los líderes sociales consiguen enfrentar grupos humanos entre sí 
-habitualmente buscando alcanzar sus ambiciones personales antes que los objetivos colectivos que utilizan como pretexto-, el hombre se convierte en un enemigo despiadado e inmisericorde del otro que no forma parte de su grupo, etnia, religión o ideología. 

Mi experiencia personal está basada en las guerras de los Balcanes: en Bosnia, en las zonas de mayoría serbo-croata se subyugaba a las minorías musulmanas llegando al asesinato para expulsarlos del territorio. En Kosovo, tras la intervención de OTAN para expulsar al ejército serbio, la mayoría albano-kosovar (musulmana) utilizaba los mismos procedimientos con las minorías serbias. En marzo de 2004 se quemaron iglesias y monasterios, escuelas y hospitales, y se mataron a docenas de civiles serbios. En situaciones de enfrentamiento, cuando la convivencia pacífica no está garantizada; allá donde un grupo social es fuerte, el fuerte intenta exterminar al oponente más débil, independientemente de su ideología.

La Seguridad no está garantizada, ni siquiera en las sociedades democráticas avanzadas.
Cuando se alcanza un nivel elevado de desarrollo y prosperidad, tendemos a pensar que se ha alcanzado una situación estable, que no hay alicientes para salir de ella y por tanto esa situación está garantizada en el futuro. Por lo que no es necesario distraer esfuerzo y recursos en su mantenimiento y simplemente hay que disfrutar de lo que se tiene.

Pero la realidad es que en el mundo compiten fuerzas con intereses particulares contrapuestos. La distribución de los recursos y la riqueza genera desigualdades. La evolución social y tecnológica produce cambios que provocan nuevas redistribuciones de riqueza y generan nuevas desigualdades. Las desigualdades generan conflicto. Quién se considera en una situación de inferioridad, ya sea una percepción real o ficticia, intenta cambiar el estatus quo e incrementar su cuota de bienestar, incluso recurriendo a la confrontación violenta con quien goza una posición aventajada. Y esto, no sólo entre grupos humanos diferentes (etnia, raza, religión…) sino también en el propio seno de sociedades con un alto nivel de homogeneidad.

Además, la Seguridad es una percepción subjetiva. Alguien se puede sentir inseguro aunque viva en un entorno objetivamente seguro, donde su vida, sus derechos, su libertad y su bienestar están razonablemente garantizados. Si nos sentimos inseguros tenemos que visualizar el objeto de nuestra inseguridad como algo material y eso habitualmente es otro grupo humano antagonista, con el que no compartimos valores.

Zaragoza, 4 de enero de 2019.


Francisco Javier Aguirre Azaña.

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