30 de agosto de 2021

Afganistán, reflexiones de un integrante de ISAF.

En estos días en que estamos viviendo la vergonzante retirada de Afganistán, no puedo sino recordar mi experiencia allí, entre diciembre de 2005 y abril de 2006, como teniente coronel jefe del equipo de enlace con el Ministerio del Interior afgano, responsable de canalizar todas las relaciones y comunicaciones entre el cuartel general de ISAF en Kabul (OTAN) y dicho ministerio.

No pretendo hacer un análisis de lo ocurrido –la carencia de información verídica y mi alejamiento del servicio activo, que dura ya varios años, no me lo permitiría–, pero no me resisto a poner por escrito los pensamientos que acuden a mi mente.

En primer lugar, como soldado, me siento orgulloso de haber participado en esa misión. Cumplimos con nuestro deber, lo hicimos lo mejor que supimos y que pudimos, dadas las circunstancias que encontramos, siguiendo las órdenes de nuestros generales que, a su vez, condujeron una operación militar subordinada a unos objetivos y parámetros diseñados por la autoridad política, democráticamente elegida por las sociedades de los países aliados que tomaron parte.

Honor y gloria a los ciento y dos soldados españoles caídos en la misión, que junto con tantos otros, en otros lugares y momentos, dieron su vida al servicio de España, dentro y fuera de sus fronteras. Que nadie utilice su memoria de forma sectaria o espuria.

Mi preocupado recuerdo de Mr. B..., mi intérprete. Joven pastún, inteligente y eficacísimo colaborador; barba recortada y vestido a la occidental, quién en una ocasión me contó que ya había sido detenido por los talibanes por llevar la barba arreglada y tuvo que pasar una noche en el calabozo. Si no ha sido evacuado por Estados Unidos, le imagino oculto en algún lugar, lejos de su casa para evitar las delaciones, después de quemar su ropa y dejar crecer su barba al estilo talibán.

En lo personal, mi opinión viene marcada por un hecho que sucedió en los meses de mi despliegue en Kabul. Relatado brevemente: un afgano que trabajaba en Alemania volvió a Kabul, donde residían sus dos hijas al cuidado de sus padres, puesto que él era viudo. Quería recoger a sus hijas y llevárselas a Alemania. Estando en la casa paterna, su padre descubrió entre sus pertenencias una biblia, ya que él se había convertido al cristianismo. El padre lo denunció por apostata y fue encarcelado, a la espera de juicio. Yo trataba diariamente con el jefe del centro de operaciones del Ministerio del Interior y con el secretario personal del ministro, así como muy frecuentemente con el jefe de la policía, el jefe del negociado de los equipos de reconstrucción provinciales, el jefe de prensa y otras altas autoridades afganas. Cuando les preguntaba que opinaban del caso, todos, sin excepción, me respondían lo mismo: debía ser juzgado y ejecutado, puesto que la ley islámica prevé pena de muerte para el musulmán apostata, a no ser que se desdiga y retorne al islam.

Esas personas reconocían y agradecían el esfuerzo que la comunidad internacional estaba haciendo por su país; eran conscientes que las posiciones de responsabilidad y privilegio que ostentaban estaban garantizadas por la presencia y financiación proporcionada por dicha comunidad internacional. Pero su sistema de valores era completamente diferente y no estaban dispuestos a cambiarlo.

Está extendida la idea de que el musulmán vive en el pasado, de que cuando sean conscientes de la superioridad del sistema de valores liberal / occidental evolucionarán y lo abrazarán. Pero no es cierto, viven el mismo presente que el resto del mundo, tienen acceso a televisión vía satélite y a internet –cuyas posibilidades utilizan, a menudo, con mayor eficacia para sus objetivos que las denominadas sociedades progresistas–, simplemente sus valores son distintos, y en algunos temas sensibles, radicalmente opuestos a los occidentales, que en muchas ocasiones son considerados simplemente despreciables. Y esto no sucede únicamente con el islam –o las interpretaciones más radicales del mismo–, la idea de una “superioridad moral” occidental no es compartida por una parte significativa de la población mundial. La percepción occidental de actuar como “libertadores” choca con la evidencia de ser recibidos como “conquistadores”. Nuestras “fuerzas (civiles y militares) de liberación” son percibidas como “fuerzas de ocupación”.

Ante la evidencia de este choque cultural, la pregunta que me venía a la mente era: ¿qué hacemos aquí? Bueno, yo sabía lo que hacíamos allí: proporcionar seguridad a la población frente a la barbarie talibán y ayudar a las autoridades afganas a reconstruir –habría que hablar mejor de “crear”– un país moderno, homologable con los estándares occidentales. Tal vez la pregunta no era: ¿qué?, sino: ¿cómo?

Pero la verdadera pregunta para todos los países (aliados, amigos y socios que comparten unos valores comunes) es: ¿estamos haciéndolo bien? No sólo en Afganistán, sino también en otros lugares de Oriente Medio y África en los que la comunidad internacional desarrolla esfuerzos similares.

Después de ver como lo hecho en veinte años se desmorona en unos días –como un terrón de azúcar que se disuelve en un vaso de agua–, como los talibán ocupan el país sin combatir, frente a unas fuerzas de seguridad (ejército y policía) de más de 300 000 hombres, instruidos, financiados y organizados por la coalición internacional. Después de la humillante retirada conducida por la Administración Biden –mostrando una falta total de liderazgo que ha convertido la operación en un patético “sálvese quien pueda”–, la respuesta es: ¡No, no lo hacemos bien!

¿Y ahora? No es el momento de regodearse en la culpa y el error –algo que siempre encuentra muchos seguidores–. Lo único que se puede hacer es aprender la lección –habrá muchas lecciones aprendidas que extraer–, y no volver a cometer los mismos errores. Si no lo hacemos así, entonces sí que habremos sido completamente derrotados, sí que las vidas, los esfuerzos y los recursos enterrados en Afganistán habrán sido en balde.


Zaragoza, 30 de agosto de 2021.
Francisco Javier Aguirre Azaña.





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