1 de abril de 2021

Armando.


Me llamo Armando, tengo setenta años y muchas cosas de las que arrepentirme. Pero no quiero añadir una más a esa larga lista de vilezas: la de la mentira. Porque mentiría si dijera que me arrepiento. Sé que volvería a hacer todo lo que hice. Todo menos una cosa: perder el cariño y el respeto de mi hija.


En mi juventud había grandes oportunidades para hombres audaces y poco escrupulosos, y yo, nacido en 1841, en una humilde familia del Raval de Barcelona, las aproveché. Con dieciséis años me embarqué con los hermanos Joan y Pere Mas Roig que capitaneaban barcos que transportaban esclavos desde África a Brasil y Cuba. Era una actividad peligrosa, pues los tratados internacionales prohibían el comercio de esclavos desde principios del siglo XIX, pero muy lucrativa para todos los que tomábamos parte en ella. Tres de cada cuatro barcos negreros que iban a Cuba estaban comandados por capitanes catalanes y el negocio duró hasta los años ochenta. Tuve la ocasión de darme a conocer en la comunidad de propietarios y capitanes de barco –gran parte de ellos matriculados en Barcelona– y grandes empresarios implicados en el fabuloso negocio de la trata de negros.

Más adelante, el anarquismo se convirtió en el principal problema de la burguesía industrial. En 1870 tuvo lugar el Congreso Obrero de Barcelona que reunió delegados de unas 150 organizaciones obreras y contó con miles de observadores. Fue el pistoletazo de salida para la violencia ácrata. Entre junio de 1884 y mayo de 1890 se produjeron en Barcelona unos 25 atentados con bomba. Dejé de embarcarme y me dediqué a la protección de los grandes patronos manufactureros, sus familias y sus propiedades. Igualmente, había que amedrentar a los líderes sindicales y hacerles probar su propia medicina. La violencia también proporcionaba pingües beneficios.

Los burgueses me postergaban por mi oscuro pasado, pero no le hacían asco a mi dinero. Cuando surgió la idea de hacer una Exposición Universal, allí estaba yo, junto al alcalde Francisco de Paula Rius y Taulet y su Comité de los Ocho: el grupo de empresarios de la ciudad que corrieron con la organización del evento. La Exposición Universal de Barcelona de 1888 fue un éxito, participaron un total de 22 países de todo el mundo, y más de dos millones de visitantes. Mi patrimonio, que había puesto a disposición de los Ocho, se vio multiplicado. Ya no tuve que trabajar para otros, me convertí en un magnate financiero y comercial. Hice construir una casa de estilo modernista en el Paseo de Gracia, al igual que otros miembros de la alta burguesía.

Pero el éxito social no se vio acompañado por el sentimental. Mi primera mujer falleció de tuberculosis. Mis continuos viajes me impidieron cuidar de ella. Debía elegir entre ella y el trabajo, y elegí el trabajo. Me volví a casar en 1885. Era una mujer delicada, tal vez demasiado para mí. Llegó a avergonzarse de mi pasado y mis oscuros negocios, y se fue marchitando ante mi indiferencia. Yo podía tener sin esfuerzo las mujeres que quisiera. Pero me dio lo único que he querido en la vida: una hija. Intenté apartarla del mundo desalmado y perverso en el que yo vivía y la mandé a exclusivos internados de Francia y Suiza. También la aparté de su madre, no quise que asistiese a su lenta agonía, internada en un hospital psiquiátrico. Ahora es feliz, está casada con un modesto profesor y es escritora. Tiene dos hijos, mis nietos, que son la única ilusión que me queda.

Mi hija ha puesto una condición si quiero verlos: que renuncie a la riqueza que he amasado con el dolor, la muerte y la extorsión. Me dice que tengo un sitio en su casa, que puedo ver crecer a mis nietos si repudio lo que he sido, porque si no les contaminaré también a ellos, les haré unos desgraciados. Que mi dinero está manchado de sangre y degrada a quien se aproxima a él.

Así es que esta tarde, como ayer, he ido al renovado Gran Hotel de la Rabassada [1] de San Cugat del Vallés, donde han abierto un casino y una zona de atracciones. No me gusta el juego, pero he ido con mi talonario de cheques dispuesto a perder mi patrimonio en la ruleta y las cartas. Y no lo he conseguido, parece que el destino quiere burlarse cruelmente de mí. Cuanto más alocadamente jugaba, más ganaba. La suerte que me ha favorecido durante toda mi vida no quiere separarse de mí y, amarga ironía, es la causa de mi desdicha.

Es noche cerrada, he mandado a mi mayordomo a dormir. Sentado a la mesa de mi escritorio, aun vestido con el frac que he llevado en el casino, escribo estas líneas tan sólo para mí, para recordar quien he sido y pensar en lo que voy a hacer. Creo que la fortuna me recompensa sarcásticamente por el mal que he hecho en mi vida.

Armando saca de un cajón de la escribanía una caja de caoba, la pone junto al sombrero de copa que había dejado sobre la mesa y la abre lentamente. Saca el viejo revolver de su juventud e introduce un único proyectil. Ajusta el tambor para enfrentar el proyectil con el percutor y coloca el cañón del arma sobre su sien derecha, presiona fuertemente la boca del cañón contra su piel y aprieta el gatillo con decisión.


[1] El Casino y Gran Hotel de la Rabassada fue un casino, hotel y restaurante situado en la carretera de la Rabassada, en el término de San Cugat del Vallés, Barcelona. En 1899 se construyó el Gran Hotel de la Rabassada, que se amplió en 1911 con la construcción de un casino, proyectado por el arquitecto Andreu Audet i Puig, y una zona de atracciones.

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