1 de marzo de 2021

Las tribulaciones de Agapito.

Agapito se despertó sobresaltado cuando su mujer entró en el dormitorio, corrió las cortinas, subió la persiana y abrió la ventana dejando entrar la luz y el frio, mientras decía: “Levántate que hay muchas cosas que hacer antes de que llegue la niña”. Refunfuñó que ya iba.

Mientras se aseaba, pensaba en lo poco que le gustaba salir de la cómoda rutina en la que estaba instalado desde que se jubiló. Ese día no podría dar su paseo matutino, ni echar la partida de guiñote después de comer, ni quedarse adormecido frente al televisor, después de cenar. En lugar de eso tendría que atender los recados que le mandara su mujer y mostrarse simpático con el novio, compañero o amigo de su hija –no sabía cómo llamarlo–, con el que vivía desde hacía dos años. Y, no era simpatía precisamente lo que sentía por ese joven que se negaba a madurar y asumir los compromisos de un adulto.

Tuvo que ir al supermercado. Había tanta gente que no encontró carritos libres, y no llevaba monedas para un carro grande. Recorrió los pasillos buscando los productos requeridos por su mujer. Tuvo que transitarlos una y otra vez, andando y desandando sus pasos, buscándolos uno a uno en aquella maraña de pasillos. Tenía que ir con cuidado para no toparse con la gente que se afanaba sobre los géneros como si no fueran a tener ocasión de adquirirlos nunca más en su vida, ni ser atropellado por los atiborrados carros frenéticamente empujados por apresurados porteadores. Cuando ya tenía todo –al menos eso pensaba él, aunque seguro que su mujer le diría que se había confundido u olvidado de algo; pero eso era algo contra lo que, como con el destino, no se podía luchar–, se dirigió a las cajas haciendo equilibrios con paquetes y envases en las manos, y una bolsa de ensalada debajo del sobaco. Su humor, que no era muy boyante, se ensombreció con la espera en la caja, mientras que con los brazos, ya doloridos, trataba que no se le cayeran los artículos adquiridos. Su talante no mejoró cuando con sus dedos ateridos intentó sin éxito despegar los bordes de la bolsa de plástico que le habían dado para meter la compra. Finalmente la cajera lo hizo por él, más que por cortesía para evitar que los clientes que esperaban en la cola transformasen sus miradas airadas en acciones más contundentes.

Apenas había acabado de dejar las cosas sobre la encimera de la cocina cuando su mujer le dijo que se le había olvidado la harina de fuerza, que volviese a por ella. Agapito no sabía qué era tal cosa, él lo relacionaba con la halterofilia o el pugilismo a los que no era aficionado, por lo que caviló que no era de extrañar que se le hubiera olvidado. Se armó de paciencia y resignación y estoicamente se dirigió de nuevo al supermercado.

Cuando llegó la hora de comer, sabía que la comida sería frugal, con objeto de llegar a la cena con hambre y poder ingerir la enorme cantidad de viandas que su mujer preparaba para agasajar a los visitantes. Se dijo que media docenita de gambas de aperitivo ayudarían a reparar la horrible mañana que llevaba y sobrellevar el resto de la jornada. Pero su mujer se mostró inflexible: “No saques nada. Luego no comerás lo que he preparado. Con el esfuerzo que me cuesta”. Así es que Agapito se quedó sin gambas y añadió otra capa de frustración a la cebolla de su descontento.

Por la tarde llegaron la hija y su pareja. Después de los besos de encuentro, su hija le dijo a Agapito que bajara con el perro porque tenía que mear después del viaje en coche. Agapito le contestó, sin mucha convicción, que mejor que lo hiciera su pareja ya que el perro era suyo.

- ¡Papá! está cansado de conducir. Haz el favor de bajarte al perro –dijo ella.

- Pero si son sólo 150 kilómetros desde Lérida –protestó Agapito.

- ¡Papá! Anda, no nos des la tarde. Bájate ya –contestó la hija, dándose la vuelta y retirándole su atención para dirigirla a las bolsas que habían traído.

Agapito, que conocía los gestos de su hija y sabía que ya no le escucharía, cogió el odioso yorkshire terrier que ladraba como si lo estuvieran matando y bajó con él a la calle para que hiciera sus necesidades. No le gustaban los perros, o mejor dicho, no le gustaba recoger sus cacas. Agapito pensaba que era ignominioso para una persona recoger con la mano los excrementos de un animal. Además, detestaba en particular a esa pequeña bola de carne con pelo marrón que ladraba furiosamente a cualquier otro perro que le sobrepasaba varias veces en tamaño, para luego esconderse tras su amo y dejarle que se las arreglase con el perro ofendido y su dueño.

Cuando llegó la hora de la cena, ayudó a preparar la mesa. Entró en la cocina para coger los cubiertos y vasos y llevarlos al comedor. La encimera estaba llena de platos con apetitosos entremeses. Agapito estaba hambriento, pero sabía que a su mujer no le gustaba que hurgase en los platos antes de ponerlos en la mesa. Así es que cogió una oliva de un bote abierto y se la llevó a la boca. En ese momento su mujer le vio y le dijo:

- Ya estás comiendo. No me tienes ninguna consideración. Yo aquí cocinando todo el día y no me ayudas nada. Qué fácil es que te lo den todo hecho…

Agapito sintió que toda la irritación que había ido acumulando durante el día iba a salir a la superficie. Pero fue capaz de controlarse. Pensó que no merecía la pena tirar por la borda más de treinta años de matrimonio. Sin decir nada, salió de la cocina. Cogió el abrigo y la bufanda que estaban colgados en el recibidor y salió de la casa. Necesitaba aire fresco y caminar un rato para disipar la furia que sentía.

Se dirigió al Veltins Arena, pensando en tomarse una cerveza. No había nadie en la calle. Cuando llegó al pub comprobó que estaba cerrado. ¡Maldito covid! Cruzó la calzada en la que tampoco había tráfico. Al llegar al cajero de La Caixa vio al indigente que vivía allí desde hacía tiempo. Se quedó mirando. El mendigo le hizo señas para que entrase. Agapito aceptó la invitación. Charlaron un rato y acabaron comiéndose dos bocadillos de chorizo, un flan de vainilla y un yogurt griego que los voluntarios del bocata habían dejado al menesteroso esa tarde.

Como se había hecho tarde, Agapito decidió quedarse a dormir en el cajero, encima de unos cartones, arropado con una manta que le prestó su nuevo amigo. Durmió de un tirón y la dureza del suelo le fue bien a su deteriorada columna. Al día siguiente se despertó optimista y pensó que nunca olvidaría esa deliciosa cena.

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