12 de marzo de 2021

Maldad.

Fedor era un hombre afable, ya maduro. Vestía con discreta elegancia y era extremadamente correcto con todos. No siempre había sido así, su personalidad psicopática había provocado mucho sufrimiento a su alrededor.
Todas las tardes se sentaba en un banco del parque, le gustaba observar a los niños cuando salían de la escuela y jugaban mientras devoraban sus meriendas, bajo la atenta mirada de sus madres. Si alguno se acercaba, le decía unas palabras cariñosas y le ofrecía un caramelo. Las madres, inicialmente recelosas, se habían acostumbrado a su presencia y depuesto su desconfianza. Él las saludaba respetuosamente y ocasionalmente alababa las bondades de los pequeños.

Fedor simplemente miraba y dejaba pasar el tiempo, con la mente en blanco, no pensaba, no sentía nada. A veces, involuntariamente, algún gesto, un sonido, un perro o un pájaro le traían recuerdos de su pasado.

Un comentario escuchado le recordó cuando a su mujer le diagnosticaron un cáncer. Tuvo que elegir entre ella o su trabajo. Eligió su trabajo. La abandonó a su suerte. No se arrepentía.

Una pareja cogida de la mano le hizo revivir la experiencia de las familias expulsadas de sus casas en la Bosnia de principios de los años noventa. Los serbocroatas pagaban bien, les era rentable pues se resarcían apropiándose de casas, pertenencias y tierras; y era divertido: los tiroteos nocturnos, las palizas a incautos que se atrevían a andar solos, granadas lanzadas desde los coches o entregadas a niños como los de este parque, para que jugasen con ellas, las llevasen al colegio o a casa. De vez en cuando alguien moría ¿qué más daba? Era una guerra.

Un perro le hizo recordar aquel rottweiler que azuzó contra tres niños musulmanes cerca de Mitrovica, en Kosovo. Los niños aterrorizados entraron en el río Ibar, dos se ahogaron. Fue el detonante perfecto para desatar la ira sobre los enclaves serbios, todo estaba preparado, los autobuses listos para transportar a los radicales que quemaron escuelas, hospitales y monasterios. Diecinueve serbios fueron asesinados y un número nunca aclarado de atacantes albano-kosovares muertos por la actuación de las fuerzas de OTAN encargadas de la seguridad de los serbios. Otro niño aplastado por un blindado.

Eran buenos tiempos. Al menos para él y sus camaradas, libres de satisfacer todos sus deseos, inmunes ante las leyes locales, por encima de las normas que se aplicaban inmisericordemente sobre una población inmersa en la penuria, el hambre y el miedo. Esa sensación de superioridad y control de la situación era embriagadora, superior a los efectos de cualquier droga.

Tres niños que jugaban cerca de él comenzaron a pelearse, uno de ellos, el rubio, comenzó a pegar a los otros dos, otro salió corriendo llamando a su mamá, el más pequeño lloraba aterrorizado, protegiéndose la cabeza con las manos, una fina raya roja en la cara. Fedor se dirigió a ellos y los separó, consoló al que lloraba, y calmó al rubio que estaba todavía excitado, los ojos desorbitados y una expresión de rabia adulta que destacaba en su cara infantil. Buscó en el bolsillo para darle un caramelo a cada uno. Sólo le quedaba uno. Se lo dio, sonriendo, al rubio.

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