19 de marzo de 2021

Ajedrez.



Juan había descubierto el ajedrez tarde. Ya llevaba algún tiempo jubilado cuando encontró en internet los foros ajedrecistas y la posibilidad de jugar partidas en línea con jugadores de todo el mundo. Se inscribió en un club y comenzó a dar clases, a leer libros, a participar en torneos. A pesar de su formación humanística –nunca le habían gustado las matemáticas, nunca las había necesitado en su trabajo– y su inclinación al pensamiento abstracto, se sintió fascinado por la disciplina metodológica que era necesaria para desarrollar las jugadas tácticas: aperturas, amenazas, ataques, defensas… Por el análisis racional que había que realizar, muy rápidamente, para examinar la multitud de posibilidades que se abrían tras el movimiento de una pieza. Y llegó a desarrollar una lógica estratégica: la combinación de jugadas para superar al adversario y alcanzar el objetivo final, su derrota.

Encontró un motivo para seguir viviendo. Pero, su nueva pasión supuso el abandono de las pautas que habían guiado su vida anteriormente. En particular, la atención a su mujer. Mayor que él. La adoraba cuando se casó con ella; él tan joven; ella con la serenidad, la belleza y la dulzura de una mujer madura. Habían sido felices. Pero, cuando llegaron sus insomnios, los problemas de articulaciones y la hipertensión –que ironía, él con la tensión tan baja–, Juan echaba de menos la perdida placidez de esos días que transcurrían iguales, anodinos, insustanciales, cuya dedicación al ajedrez no era perturbada por las visitas al médico, al fisioterapeuta o a la farmacia, por una mala noche o un día de dolencias.

Cuando ella murió, Juan se volcó, aún más, en su pasión por el ajedrez. Se propuso estudiar más, elevar su nivel jugando más partidas, dedicándole más tiempo. Se convirtió en una obsesión. Tuvo que contratar una mujer para las tareas domésticas.

Ioana era una mujer que llevaba muy bien sus cuarenta y pico años, acostumbrada al trabajo duro. Desde que enviudó veía pasar los años sin compañía ni amor, sin una seguridad que le permitiese esperar la vejez con tranquilidad. No había oído hablar hasta entonces del ajedrez, pero la vida le había obligado a jugar su propia partida. Intentó ganarse la confianza de Juan: “Tenemos el mismo nombre, no tengo más remedio que cuidarte bien”, le decía zalamera. Cuando comprendió que su gran pasión era el ajedrez, le presentó a su novio, que también lo jugaba. Ambos hombres congeniaron, pasaban muchas tardes jugando mientras Ioana hacía la casa y preparaba comidas.

Otros días, Juan se sentaba en una silla de la cocina y la miraba mientras cocinaba –gestos y formas femeninas–. Ella se daba cuenta. Comenzó a arreglarse un poco más el pelo, llevaba las faldas más cortas, camisas escotadas, hombros descubiertos con la primavera… Ella entendía que un hombre podía tener sus necesidades. Ella también tenía las suyas: ¡económicas! Llegaron a un acuerdo: de vez en cuando ella se desnudaba delante de él; él la regalaba algo de lo de su mujer: un bolso de marca, un anillo, una pulsera de oro… –Peones prescindibles, pensaba Juan–.

Ioana continuó haciéndose imprescindible para Juan, junto con su novio resolvían todos sus problemas y satisfacían todas sus necesidades. Después de un tiempo, incluso le dejó la tarjeta de crédito con el pin, para hacer las compras de la casa. Las cuentas bancarias no, pero ella tenía preparada su próxima jugada, su jaque particular.

- Juan, a pesar de la diferencia de edad, me gustas como hombre. Si quieres podemos pasar alguna noche juntos. Tan sólo tendrías que tomar alguna pastilla de viagra.

- Bien, me gustaría mucho. Pero con una condición: yo prepararé la cena, lo hacía para mi mujer y quiero hacerlo para ti.

La noche convenida, Juan preparó una merluza con salsa de almendras. Ioana aportó una botella de licor para acompañar las dos pequeñas pastillas azules que ofreció a Juan después de la cena. Este, supo que era la hora de acabar la partida que habían estado jugando.

- Ioana, sabes que la viagra está contraindicada con el alcohol, especialmente en mi caso de hipotensión. Y yo sé que tú lo sabes porque me lo ha dicho tu “pretendido” novio, al que reclutaste para engañarme. Por cierto, si piensas que lo tienes rendido ante tus encantos, te equivocas; no le interesan las mujeres. Además, tiene conciencia, algo de lo que tú careces. Y somos amigos.

Juan hizo así su jugada de gambito, sacrificando su pieza más importante –desvelando su conocimiento de los planes de Ioana– para culminar el jaque mate a las blancas, que habían llevado la iniciativa hasta entonces.

- También tengo que decirte que si has encontrado la salsa de la merluza un poco amarga –la mía no lo estaba– es porque he añadido cianuro. Con mi mujer bastaba con añadir sal ¡la pobre, con sus problemas de hipertensión! Pero contigo no tenía más tiempo, eras tú o yo ¡Jaque mate! 

Juan no intentó ocultar el asesinato, antes bien, quería que se supiese que había ganado la partida de ajedrez en la que había convertido su relación con Ioana. Ahora, es el satisfecho encargado del club de ajedrez de la cárcel.

1 comentario:

  1. Por un momento me he sentido identificado con el personaje. Menos mal que aún discierno entre el tablero donde se batalla la vida y los escaques de ajedrez. Es más duro el primero, y el juego solo tiene un final.

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